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Oscar Aimar: “A los siete u ocho años emprendí la reescritura de La guerra y la paz”

Oscar Aimar reconoce que su verdadero amor es la lectura. Y atribuye a su padre como fundante en su vínculo con los relatos. “Mi viejo nos contaba, en versión libre, la Illíada y la Odisea y, de esa manera, casi sin énfasis, nos mostró que la ficción puede ser importante en la vida de la gente. Después de eso, nunca pude dejar de leer”, recuerda. En esta entrevista, Aimar ofrece una infidencia. “A los siete u ocho años emprendí la reescritura de La guerra y la paz, un libro del que también nos hablaba mi padre. A diferencia de Menard, mi texto debía ser otro y mejor que el de Tolstoi”, dice.

Memorias de la inocencia, y otras trampas es su primer libro publicado, que se presenta este 15 de diciembre en el espacio de El Andino, en Río Cuarto. En este libro, editado por Cartografías, se dan cita relatos que se apropian del género policial, otros que indagan los enigmas de la prosa del mundo, fragmentos autobiográficos, ensayos que dialogan y discuten con clásicos de la literatura nacional y universal.

-¿Cuándo nació su amor por la escritura?

-El amor que merece llamarse así es el amor por la lectura. Mi viejo nos contaba, en versión libre, la Illíada y la Odisea y, de esa manera, casi sin énfasis, nos mostró que la ficción puede ser importante en la vida de la gente. Después de eso, nunca pude dejar de leer. El pasaje de leer a escribir es un gesto personalista, de ocupación del proscenio, no siempre digno, pero, en algunos casos, inevitable. Uno lee y lee y, de pronto, cree entender que también tiene algo que decir. Y casi nunca es cierto.

-¿Qué fue lo primero que recuerda haber escrito?

-A los siete u ocho años emprendí la reescritura de La guerra y la paz, un libro del que también nos hablaba mi padre. A diferencia de Menard, mi texto debía ser otro y mejor que el de Tolstoi. Puse el título en letras mayúsculas, escribí una frase, y di por terminada la obra. Mi versión tenía al menos una virtud que el original no tiene: la brevedad.

Ese esfuerzo me dejó exhausto. Reaparecí varios años después, en la adolescencia, con algunos cuentos que me valieron el acercamiento a aquella SADE de Juan Floriani, Carlos Mastrángelo, Susana Michelotti. Después fue la incursión por los medios locales: El Pueblo, La Calle, Puntal, algunas revistas, algunos concursos… Pero ya se sabe que los concursos están todos arreglados, excepto los que gana uno mismo.

 

-¿Cómo surgió Memorias de la inocencia, y otras trampas?

-El libro como tal  surge de la imaginación  desaforada de José Di Marco, y de su consecuente generosidad. Antes de su propuesta  de publicación, no había un libro, sino una cantidad de textos acumulados y dispersos, que habían sido publicados en algunos diarios y revistas, y ni siquiera todos ellos. La propuesta de Cartografías me obligó a reunirlos y advierto que esa vecindad les presta una voz nueva inexistente antes, durante la diáspora.

-¿De qué diría que tratan los relatos de este libro?

-Aunque más no sea porque antes se podía inquirir sobre el tema de cada relato o ensayo, y nada más; ahora tiene derecho el lector de preguntar cuál es tema del libro. Si tengo que contestar diría que el libro, a pesar de ser una “silva de varia lección”, como le decían los clásicos a las misceláneas, tiene un tema común, y ese tema es la escritura.

Por debajo de ese plano, si se quiere  como excusas para desarrollar la escritura, aparecen algunos relatos cortos, algún cuento policial, ciertos ensayitos con tendencia a la polémica…Todos esos temas parciales funcionan, espero, como pre-textos del texto.

-¿Sus disparadores son acontecimientos vividos por usted? ¿cómo los elabora para volverlos de interés literario?

-Algunos textos se disparan a consecuencia de episodios vividos, o vistos, pero se diferencian  pronto de la realidad. Tengo una imaginación muy desagradecida: aun cuando se apoye en lo real, enseguida lo tergiversa, lo falsifica, lo contradice, como si hubiera una decisión inconsciente de afirmar la autonomía de los espacios de ficción.

A otros los desencadenan presuntos hallazgos en la lectura, casual o reiterativa. En unos pocos hay una previa elección de un género en que incursionar y una elaboración más deliberada dentro de esos límites.

En cuanto al interés literario, creo que no hay hecho en el mundo que no sea susceptible de tenerlo, si uno encuentra la forma apropiada. Truffaut dijo: “No hay grandes temas, sino grandes tratamientos”. Más modestamente, podría decirse que no hay temas, sino tratamientos.

-¿Con qué autores siente que su libro dialoga?

-De manera más inconsciente o más lúcida, más explícita o más secreta, lo que escribo debería dialogar con todos los autores que he leído; porque en general acepto interpelaciones de todo lo que leo. Pero no creo que ocurra, sería demasiado. El objetivo de máxima sería encontrar una voz propia que sin embargo diera cuenta de que aquí escribieron Borges, Saer, Piglia, José Bianco, Aira y todos los otros. Otra imposibilidad, al menos para mí.

Con Borges pasa que, como me dijo Di Marco hace poco, tenía  mucho oído. Por eso  ha escrito con moldes prosódicos muy seductores, que como además son de fácil traslado a la oralidad, se le pegan mucho a quien lo lee. Y después uno termina volcando sus propias ideas en esas formas aprendidas. Sería mejor que eso no pasara, pero la tos y las influencias son imposibles de disimular.

-Escribe desde hace muchos años: ¿Por qué eligió publicar ahora y con Cartografías?

-Nunca me desesperé por publicar. Sin darme cuenta ejercitaba cierto fatalismo oriental: “Siéntate en la puerta de tu casa, y verás pasar caminando a tu editor”. Y un día pasó. Le di mis escritos a Cartografías, básicamente, porque Alfaguara y Mondadori no mostraron ningún interés (se ríe). Pero también porque me parece un espacio digno, donde voy a estar en buena compañía. Y porque es un emprendimiento generoso, hecho a pulmón, alejado de las candilejas y de lo crasamente comercial, coherente con la idea que tengo de la escritura.

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