Con este texto el escritor Joaquín Vazquez presentó el libro Algo que vuele, de María Paula Vettorazzi. Ambos, autores editados por Cartografías
Por Joaquín Vazquez
Hace algo más de dos años conocí a dos chicas que hoy son grandísimas amigas mías y ahora están acá, a mi lado. Un poco por azar y otro poco por sincronía, coincidimos, afortunadamente, en un bar. Nunca se los dije, porque no hizo falta, pero, por la dudas, aprovecho ahora: para mí fue amistad a primera vista. A mí me había invitado el Pablito y a la Anto, la Emepé, también conocida como María Paula. De ella voy a hablar. Ya sabía que era de Sampacho, abogada y que iba al taller de narrativa de la SADE. Con esos datos, un segundo antes de que llegara la birra – perdón por tanto detalle, pero es importante y quiero decirlo porque todavía nos reímos de eso- le pregunté, sin rodeos, si hacía cama solar. Era una pregunta crucial, no entendía cómo alguien, a comienzos de septiembre, podía tener ese color. Tenía que haber algo artificial que lo explicara, que probara que mi palidez quizá algún día también pudiera llegar a ese tono, que los veranos y la transpiración nunca me dieron cuando todavía lo intentaba. Antes de responder, nos miró a la cara a uno por uno y sonrió: no, dijo, soy así, negrita y peronista, como para que no quedaran dudas.
Así supe quién y cómo era ella y por qué los cuatro íbamos a ser amigos. Sobre esa situación, sobre ese fondo, vendrían los detalles. Sobre ese uso de los silencios, de las miradas, de los tiempos y de los remates iba a empezar a ver, también, por qué María Paula era narradora. No es algo de lo que cueste mucho darse cuenta, lo deben haber notado ustedes también como familiares, amigos, colegas. María Paula convierte en un gran relato y sin proponérselo cualquier cosa que cuente. Administra la información, le hace creer a su auditorio que está divagando, que está a punto de perderse, que todo es una gran digresión, pero en el momento menos pensado ajusta la imagen y la calibra con la emoción.
Hablo, todavía, y aunque no parezca, de la Emepé oral. La que se presenta primero con su locuacidad para que no se note tanto su sensibilidad, la que, de todas formas y por suerte, no puede ocultar. Hablo, también, de la Emepé de las anécdotas escatológicas, que no voy a reproducir acá, primero porque no da, y segundo y principal, porque ella las cuenta infinitamente mejor. Valgan por caso, y esto no es escatológico, es de público conocimiento- ella misma se encarga de contarlo, siempre con renovada maestría y marcada preocupación- lo que le pasa a la planta de sus pies y los experimentos que hace para tratarlo.
Ahora bien, y ya poniéndonos más serios, hay que decir que, al escribir, María Paula invierte con mucho acierto aquellas dos cualidades que le son propias en la oralidad. Cambia la locuacidad por un uso sosegado de la palabra y pone a esta última al servicio de la sensibilidad. En Algo que vuele no hay golpes de efecto ni cartas de otra baraja que aparezcan inesperadamente para cantarle truco al lector. Hay un plan decidido por ir, sin apuros, al meollo de lo que decide narrar. La magia ocurre bajo lo dicho y no tanto en los vínculos como en las emociones que llevan aparejadas. Esto pasa tanto en sus relatos de corte más realista o en otros como Selva, por ejemplo, donde algunos elementos sugieren algo fantástico. No hay acá grandilocuencias ni altisonancias. La apuesta es más radical y, por eso, será más duradera: los efectos especiales, los fuegos artificiales, para Hollywood. Algo que vuele prueba que, cuando hay algo para contar y se sabe cómo hacerlo, no hace falta apelar a recursos ni temas taquilleros. Pero ese saber, y acá quiero hacer hincapié, no se adquiere por arte de magia.
Escribir no es un hobby, es un trabajo. Y no se realiza sólo en el acto mecánico del tipeo. En el caso de María Paula, se nutre de todo lo que la rodea, siempre desde una perspectiva muy marcada pero que no se siente llegar. La ficción empieza, así, en la vida, pero no se identifica con ella. Está sometida a otras reglas y libertades, entre las que no se negocian las convicciones, pero en las que no hace falta gritárselas al lector. La de mi amiga Emepé, lo digo convencido, es una escritura sutil e incisiva a la vez. Profundamente política por el nivel de compromiso con su profesión de escritora -en efecto, todas las tardes cumple horario: escribe-; pero también por fidelidad a su percepción de mundo. Algo que vuele remedia sueños de aviones que no despegan y profesa un pedido de cuidado para todo lo que nombra: vínculos, enfermedad, amores, familia: que vuelen. Esa es la esperanza de fondo que como lector uno puede encontrar en estos relatos.
Y apropósito del vuelo, una anécdota sobre el nombre de este libro – digo nombre y no título porque la acción de nombrar algo es más amorosa, implica otro trato con lo escrito-. En determinado momento del proceso de escritura, María Paula necesitó llamar de un modo personal a lo que se estaba gestando y, tras balbucear algunas posibilidades que no terminaban de cerrarle, decidió consultar al tarot. Mezcló, cortó, distribuyó las cartas en la mesa del living de la casa de la Cele y dio vuelta una por una. El nombre estaba escondido y esperando por ella en un arcano menor, el cuatro de bastos.
El libro empezó a existir con ese componente de azar, o de presunto azar. Si hoy me lo preguntan, estoy lejos de mistificar, porque creo que las amistades se construyen con encuentros y cerveza, juntadas y talleres compartidos. Sin embargo, no deja de asombrarme cómo esta amistad de a cuatro se empecina en hacerse libro.
Excelente, Joaco. Mil gracias
Gracias, José. Recién veo esto.