No, pero sí. Les explico: fue como jugador de fútbol que conocí a Oscar: sólo después supe que se llamaba Tomás, un nombre elegido acaso por razón de familia pero que le conviene a su condición de jugador que no le afloja a la exigencia del apellido.
Excelencia la suya en ese campo, y espero que ahora acepten este esquinado comienzo, que se maceraba (se macera, porque el maldito sigue jugando) en su capacidad para “leer el juego”, como suelen decir los periodistas deportivos, esos pícaros omnipresentes y frecuentemente canallas.
Quiero decir que Aimar, Oscar, y después pero lógica y comprensiblemente Tomás, destacaba, de pantalones cortos, porque era capaz de encontrar en las jugadas más insignificantes y mal vistas, por caso un pase de media cancha a su propio arquero, lo que podía engendrarse en esa minucia.
Después, de a poco, fui percibiendo que así como en la cancha procedía Oscar en su casa en el 183 de Antártida Argentina, un rincón donde arde, y crepita a media voz, la pasión por los libros: lo hace ejerciendo esa especiosa claridad, verdaderamente poco común, para ver el otro lado de las cosas y –a esto lo sabría más tarde-, para desafiar lo que veía cuando leía.
Con esa potencia sin alardes, se manifestó después en la por entonces esquizofrénica redacción del viejo diario “El Pueblo”, al lado de donde escribía Filloy, sabiendo ya que un texto, tal como aparece en su superficie, representa una cadena de artificios expresivos que es obligatorio actualizar, y que se actualiza (que él actualiza) en cada lectura.
Oscar leía ya entonces desde la perspectiva singular que le había sido dada a su inteligencia, que seguramente ejercía ya desde sus primeras lecturas: captando que toda expresión está vacía hasta que el lector realiza indefectiblemente frente al texto una operación que, además de aspirar a la inmediata comprensión, la resignifica, la resitúa.
Era sorprendente, al menos lo era para mí, y aventuro que para la gran mayoría de aquella delirante redacción, la naturalidad con la que se situaba en esa curiosa relación, en esa coyuntura, que existe entre el acto aislado de leer y lo secreto que la escritura construye fuera del tiempo, ejecutando una perpetua reconstrucción de lo real aparente.
Esa operación lectora, construida en la intersección entre lo presente y lo ausente, entre el recuerdo y la experiencia, aupaba ya una escritura, completa e inquisidora, que sobrevive y se explaya en “Memorias de la inocencia y otras trampas”, transformando lo contingente de una mirada, la suya, en una escritura indeleble e indispensable, dotada de similar sutileza.
Es decir, que muchas de las páginas de este libro que hoy gozosamente recibimos, se veían venir hace 35 años, que se dice pronto. Por eso me permito una digresión para agradecer a “Cartografías” por este acto de justicia, que nos quita un peso de encima a los que ya no podíamos soportar que, frente a tanta tontería publicada, Oscar permaneciera inédito.
Y vuelvo a estas raras “Memorias…” para postular que Oscar escribe desde su condición de “lector in fábula”, por recuperar el eco de las palabras de Eco. Es decir, con plena conciencia y con un dominio impresionante de la operación que se requiere para ejercerla, concibiendo y ejerciendo el acto literario como la escritura de una lectura y viceversa.
Desde ese atalaya, crea una compleja combinatoria que, cito, “da lugar a magias parciales y descubrimientos imprevistos y aleatorios”. Vacilaciones que empero no son índices de pobreza sino más bien todo lo contrario, porque instalan la escritura en las mismísimas arenas movedizas de la condición humana, dejándose penetrar por la eterna incertidumbre.
De tal manera Oscar ejerce esa operación, tan Borges, consistente en crear reglas propias para su escritura, en instaurar una propia legalidad. Operación que le permite, por ejemplo, hacer literario a un tal tío Néstor que, real o apócrifo, está dotado, gracias a la escritura que lo define, de una delicada impresición.
Lo mismo consigue con la instauración literaria de unos padres, unos hermanos, una improbable familia como “Los Ayerza” y unos amigos del barrio que cita la voz narradora de “El gol de Grillo a los ingleses”: acaso seres de carne y hueso que se hacen personajes de literatura de alto rango gracias a las “maniobras” del lenguaje a través de las cuales Oscar, desarrolla la estrecha relación entre el mundo real, el libro y la lectura.
En ese desplazamiento, que continuamente se corre del eje convencional y tiende a licuar las jerarquías, sus textos desarrollan un equilibrio de fuerzas en el interior del campo literario, generando, por caso, en “El lobo del hombre”, una relación casi dialéctica entre la molicie social y una innata e íntima pulsión destructora.
Oscar hace suya la operación borgiana –Borges, si no lo saben lo advertirán al leer este libro, es una pasión sostenida por el asombro perpetuo- según la cual puede usar a voluntad cualquier elemento, hechos pero también personas del mundo real y literario –“Martín Fierro” pero también a Saer, Sarlo, Piglia, Martínez y el mismo Borges-, para realizar a través de ellos una combinatoria escritural en permanente mutación, inscribiéndolos en sus tramas o contradiciendo y hasta peleando con sucesos, ideas y formas de la escritura.
Eso sin una gota de alarde. Y desplegando generosamente la fertilidad y agudeza de su condición lectora, para convidarnos a acompañarlo en sus abrazos y sus diatribas, mientras las hace literatura: una literatura que, además de generosa traducción de sus hallazgos lectores, despliega una particular forma de pudor, que siempre está al salto para relativizar sus hallazgos.
Ese acto de transformar en obra su mirada acerca de otros textos, es fruto del arrojo de quien se interna en el laberinto de la lectura sin llevar consigo el hilo de Ariadna: y transforma ese viaje aventurado en una escritura que mata al Minotauro y consigue salir por las suyas, para contar la peripecia mientras alumbra el camino, en una operación de ida y vuelta.
Así se crean textos, en los que se vislumbran las exiguas condiciones de la relación amorosa y los evanescentes triunfos como “Pirro”; el inestable equilibrio entre “palabras temibles y bravatas innobles”, en Aniversario”; la operación analítica acerca del lenguaje de “Elogio de la coma”; el juego de espejos con el estilo Cortázar en “Un compromiso”; el realismo duro disuelto en ternura de “Con este sol”; el humor paródico de “Historia en negro”.
Esas y otras maravillas son las que se reúnen aquí, atribuyéndole sentido a fruslerías tales como el gesto delirado de un jovenzuelo que mientras repite los movimientos del coito dice estar cogiéndose la tierra y, un poco más adelante, desafiando y desmintiendo la presunta espontaneidad de los surrealistas al crear su método, y conjeturando una situación sexual oculta en algún verso del “Martín Fierro”.
Así se enhebra este collar deslumbrante hecho de cuentas cuyo brillo resplandeciente necesitaba de un escaparate que lo pusiera a la vista, reclamando nuestra atención con la fuerza incontenible que, a pesar de los pesares, siguen anidando en el objeto libro, cuyo raro fulgor, que el tiempo enmohece pero no apaga, seguramente sigue encandilando, como a mí, a los aquí presentes.
Para describir las formas variadas a través de las que Oscar trama su escritura, lo cito, “podrían usarse, sin desmedro de sus cargas peyorativas, las palabras miscelánea, collage, centón”, eso dice, previendo lectores insidiosos o acaso insuficientes. Formas sueltas que sin embargo se dejan agrupar por la común perspectiva de una mirada cuya agudeza preexiste a, aunque se prolonga en, el ejercicio de la escritura.
Utilizando su memoria prodigiosa, que abraza lo culto y lo popular con una frescura y una profundidad poco habituales, utilizándola, digo, para rizar el rizo, a sabiendas de que la memoria suele crear a la vez contornos imprecisos y falsas imprecisiones, Oscar desarrolla, magistralmente a mi juicio, y vuelvo a citarlo, “la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas.”
Y el resultado de esa operación es un universo en el que se empieza por olfatear influencias y detectar remedos, y se termina envuelto en la sutil trama reflexiva y a la vez humorística, que crea su autor. Sutil trama hecha de un constante espíritu inquisitivo, que goza en interrogar, y en interrogarse, aunque se sabe sumido en la acaso vana tarea de encontrar explicación a los modos a través de los cuales el animal humano transcurre y escribe la historia.
Leer, y escribir con una perspectiva personal, acerca de esa aventura, es emprender (otra vez está Borges) “una tarea ilimitada”, y a pesar de eso, es algo que, dada la profundidad del gesto, se puede colegir que acompañará a Oscar hasta el fin. Y de eso sí que podemos sentirnos regocijados quienes tenemos la posibilidad de leerlo, aunque a él pueda generarle angustia la certeza de que no podrá “descifrar las antiguas lenguas del Norte”.
Que Oscar escriba como escribe, después de haber leído como lee, produce, lo cito una vez más, “un enriquecimiento del arte detenido y rudimentario de la lectura.” Y recupera para la literatura, su condición de “arte que sabe profetizar aquel tiempo en que habrá enmudecido, y encarnizarse con la propia virtud, y enamorarse de la propia disolución y cortejar su fin”. Lo maravilloso de la literatura que producen escritores como Oscar es que, frente a tantas incertidumbres y amenazas, se yergue el placer que nos produce leerlos.
Un placer que se me ocurre virtuoso recomendarles ahora mismo mientras vuelvo a agradecer a los magníficos cartógrafos que, al seguir con su tarea de correr los límites del mapa de nuestra literatura, hayan asumido el pago de esa deuda que en principio era mía, íntima, pero que entiendo bien podría haber sentido como propia cualquier lector que esté al salto para registrar la aparición de uno de los buenos, como Oscar.
Porque es que hay mucho más que una frase aquí para guardar en la memoria: lo digo por si es que le sirve a la felicidad que reclama el autor en ese prólogo auto-inflingido. Y además hay mucho del placer que provoca la inteligencia en los textos escritos por este Aimar, Oscar para quienes lo conocemos parece que desde antes del agua, y Tomás para seguir cierta trama prodigiosa en sede familiar.
Oscar Tomás Aimar, de quien tomo, como cita propiciatoria, la situación que trama en el melancólico y tierno final de “El gol de Grillo a los ingleses”, para abandonarlo ahora mismo mientras sale del 183 de Antártida Argentina, esquivando lo que haya que esquivar en este extraño diciembre.
Mírenlo, se dirige hacia una canchita, una canchita cualquiera, la que le quede más a mano. Y síganlo: si lo miran jugar un picadito, acaso se despierten en ustedes la irrefrenable necesidad de comprar “Memorias de la inocencia y otras trampas”, porque Oscar Tomás Aimar lee el juego tan agudamente como lee libros y, “mutatis mutandi”, escribe tan bien como juega.
(*) Ricardo Sánchez. Periodista)