Nadadores de altura
No deja de ser extraño que, cuando de poesía se trata, las palabras conserven su significado público –ése que fijan con proverbial certeza los diccionarios- y, sin embargo, se desprendan de la obligación de repetir el mundo. Acaso por una combinación inusitada, los dobleces y las rigurosidades de la sintaxis, en el poema las palabras discurren según los tonos y los ritmos de la música o se aúnan conforme la plasticidad de la imagen que rebasa el alcance del ojo.
Lo que el poema ve y/o escucha trastorna los marcos de la percepción sensorial. Lo que el poema dice es esa metamorfosis por la cual el lenguaje se sobrecarga de sentidos y multiplica las referencias para volverse sonoridades y visiones que exceden el campo de la proposición lógica.
Nadadores de altura ensaya y consuma esa aventura conceptual y estética. La figura recurrente del nadador, que se entrega obstinado a la desmesura impasible del mar, prolifera en un entramado simbólico diverso: fatalidad de la existencia atravesada por el transcurso irreversible del tiempo, elogio de lo contingente como lo propio del ser humano, metáfora de la escritura en tanto que una deriva indisoluble, ejercicio de la memoria que no encuentra consuelo, y es pasión obstinada y placentera agonía.
Un único poema se organiza en fragmentos diversos para constituirse en una meditación que se mece, incesante, como el mar: un rumor, el eco de la estela de un viaje a través de la superficie turbia del lenguaje; una sucesión de fragores, iluminaciones y silencios.
El nadador que bracea sobre un banco se pregunta
¿de qué sirven los brazos si no llevan a la playa?
¿de qué sirven las manos si no tocan las cosas?
¿de qué sirve la boca si las palabras no se comen?
El nadador que nada sobre un banco no sabe nadar.