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A propósito de un pez de honduras, Oscar Tomás Aimar y su obra “El besugo, una agonía”

Por Abelardo Barra Ruatta

El besugo, una agonía, de Oscar Tomás Aimar, es mucho más que una novela de suspenso, pues la obra se comporta como un rico tratado sobre el ser humano inscripto en su corporeidad y en su psiquismo encarnado, en su historia biográfica, en su contexto social, cultural e histórico. La trama argumental es apasionante, porque Aimar posee la exquisita virtud de hacernos remontar a la representación visual de lo descripto, al tiempo que sabe adueñarse con puntilloso conocimiento de la carga semántica de las palabras y por ello, es capaz de interpelarnos, con la sagacidad de su razonamiento y su irreverente tránsito por lo eludido y elidido por la sociedad (y aún por una parte importante de una literatura desideologizada). Todo ello nos permite enfrentarnos no solamente con un novelista sino con un pensador de talla que, en la mixtura de un lenguaje -por momento lindante con una poesía sucia – que remeda el lenguaje de los seres cotidianos y que, de repente, se carga de preguntas que sólo se enuncian cuando indagamos desde un rico capital simbólico tomado de preocupaciones filosóficas.

Benjamín Otamendi, policía exonerado de la fuerza y devenido en investigador privado de poca monta, es quien se encarga de denunciar este costado de profundo pensador que caracteriza a Oscar Aimar: “Estoy pensando demasiado. Me vendría bien un asistente, alguien con quien siquiera poder hablar un poco, para no pensar tanto. Hablar de cualquier cosa, escuchar a alguien, para que el otro me saque un poco a la realidad. Un pesquisa debe tener ideas prácticas, y yo estoy divagando como un filósofo”.

Cada intervención de Otamendi es una ocasión que Aimar utiliza doblemente: dar encanto a la trama del relato y salirse de ella para interpelarnos con reflexiones que poseen validez universal. De ese modo se suceden cuestiones que tienen que ver con el rescate de una forma devaluada del saber: la sabiduría de los dictados populares (“Dale al hombre una causa justa, o algo que se parezca, y se convierte en una fiera”), el sentido mismo de la realidad humana y su pequeñez cósmica (“Nadie, pero nadie en el mundo sabe donde estoy ahora”), la insensibilidad del cosmos respecto del pequeño lugar que ocupan los humanos en el mismo (“Porque no conozco, las cosas se me aparecen como al azar, y se hace evidente su desorden”), continuando con esa idea de contingencia (“Por eso nos gusta viajar, para salir de ese estado de previsibilidad. No para conocer, sino para desconocer”), rematando con doloroso realismo acerca de esta visión del azar presidiendo nuestro débil paso por la existencia, porque para Aimar, el planeta mismo es un accidente físico en la economía de las leyes que rigen al universo, leyes, que de tan secretas se parecen simplemente al azar, (“Y basta con verlo desde aquí, en un momento como este, para estar seguros de que ahí afuera no hay nadie, y de que este planeta nuestro surca la oscuridad, desde hace millones de años, en busca no de otra cosa que del cascote cósmico que lo destruya de una vez”), la apelación a los afectos como único reaseguro provisorio que poseemos para afrontar este tránsito por la vida  -temática que vertebra al relato al punto de resultar el colofón mismo del relato de Oscar Aimar- (“Manos -pensó Otamendi-, la humanidad seguirá generando manos, miles de millones de manos hasta la consumación de los siglos, y ninguna volverá a ser la mano de mi padre”). Final sobrecogedor que nos deja un instante sin poder respirar, porque revela, en lo más pueril, en lo menos sofisticado, en lo menos intelectual, el secreto último de las preocupaciones que nos obsesionan: la enormidad constituyente de los afectos.

Es maravillosa la descripción que hace Aimar de la pintura que encierra la respuesta que Otamendi-Aimar pensador e investigador privado, nos da acerca del sentido de la vida (y no de la resolución de la interesante trama que vertebra la novela). Y el desarrollo de la novela, tal cual me interpeló, es también una excedencia respecto del excelente manejo que hace Aimar de los acontecimientos delictivos que le proporcionan la negritud policial a la novela, porque se trata de un amplio recorrido por cuestiones de la realidad próxima, por cuestiones del país, por cuestiones que caracterizan a lo latinoamericano y finalmente, por lo ya resaltado, el espíritu de indagación antropológica que hace que la novela de Aimar puede ser entendida (y sentida) por ubicuos lectores.

Caracterizaciones idiosincrásicas de lo nacional-latinoamericano y auscultaciones en una historia que se cierra a la medida de las clases dominantes, reflexiones sobre el papel del gobierno y el estado, la tutela insensible del patriciado, el nefasto corporativismo encubridor de las fuerzas del orden, caracterizaciones estéticas discutibles y provocadoras (“El chico agradeció con un gesto; un feo labio leporino le torcía la sonrisa”), una mirada promiscua de la sexualidad y un erotismo decadente que se nutre de la realidad de los cuerpos corrientes (“El torso debía ser más tórax y espaldas que otra cosa, pero conseguía que los senos ajustados parecieran opulentos. El vaquero puesto a presión rescataba algo apenas de un pasado remoto”), el sórdido mundo de las whiskerías y el recurso genital a las prostitutas.

Todo hace que el enredo ontológico del hombre besugo refleje la agonía y el esplendor fugaz de lo humano. Aimar se revela una vez más como un hacedor de relatos apetecibles, apasionantes, sin condescendencia con las normas de la urbanidad cívica y moral. Un pensador que apela magistralmente a la narración para dar cuenta de una visión del mundo ¿pesimista?  No podría aseverarlo. Yo diría propia de un existencialismo realista.

Redunda el consejo. Vale la pena acercarse a este poderoso escritor y a esta notable obra. 

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Reseña de «Algo que vuele», el libro de cuentos de María Paula Vettorazzi

Texto de Virginia Abello para El Corredor Mediterráneo, editado por Antonio Tello, en Diario Puntal

“Yo soy esa que ellos dicen, y están seguros de eso. Sale de sus bocas ese mismo nombre que hace tiempo me resulta ajeno. Lo acortan y parece que fuera mío y de nadie más.” Así habla la narradora del cuento Esos otros que perdieron la memoria, en el que un grupo de amigos visita a Tomás después de un accidente en el que se ha lesionado su memoria a corto plazo. ¿Es necesario un accidente para que la memoria se fisure, se vuelva porosa y llena de dudas? Tomás logra recordar que la narradora trabaja de poeta. Ella espera risas, nadie se ríe, tampoco lo corrigen. “Los miro a todos, uno por uno: ellos creen que yo soy poeta. (…) Nadie me mira y siento que como el primer sánguche de mi vida como poeta.” Son las palabras de los otros las que terminan de delinear los contornos de nuestra identidad. Son los otros los que confirman constantemente el mundo que no paramos de crear con cada mínimo gesto. Como su personaje, es María Paula escritora cuando la editamos y la leemos y la reseñamos. Y sus palabras devuelven todo el tiempo esa confirmación de un mundo que tenemos la sensación de que siempre estuvo ahí, sólo que no le encontrábamos la forma de decirlo.

Este libro nos muestra que no es necesario construir literatura desde lo extraordinario y lo espectacular. Podemos sensibilizar nuestra piel y enfocarnos en algo pequeño y sutil, de modo que Mara atravesando una ronda de chicos con navaja, como sucede en Invierno por dentro,  ya tenga la suficiente fuerza para representar la omnipotencia de la muerte cercana. O que eso que se quiere decir, que se tiene atragantado y se necesita contar, no se termine contando nunca; y aunque el título nos anuncie: Hasta que la luz nos obligue, esa luz nunca llega y la pareja prefiere hacer el amor a oscuras. Escenas cotidianas, personajes verosímiles y sucesos pequeñísimos pero cargados de sentidos como un aleph. Es esta narradora, diferente en cada cuento aunque casi siempre mujer, que nos obliga a hacer foco en detalles que por primera vez se narrativizan: cómo se busca una media perdida en esa bolsa que hacen las sábanas al fondo de la cama, o la anciana que debe alimentar al perrazo y le tira el balanceado desde el hueco de las rejas del patio.

¿Por qué la narradora casi siempre es mujer? ¿Por qué las protagonistas son siempre mujeres? En una entrevista a la autora, ella dice que la escritura de estos cuentos ha coincidido con su despertar político en el movimiento feminista. Me atrevo a proponer otra mirada. Creo que la pregunta es tan ridícula como sonaría preguntarnos por qué la mayoría de los protagonistas de los cuentos de Cortázar son hombres. Una pregunta más válida sería por qué María Paula elige con predominancia una narradora en primera persona con características similares a sí misma en género, edad, estudios, trabajo. Posiblemente sea una búsqueda de respuestas personales, pero a la vez exponiendo la carne, honesta y transparente: esto es lo que soy, esta es mi mugre, mi sinsentido. Y también funcionan como conjuro desatador de nudos que están dentro, inexplicables y molestos. Como es el cuento Viaje por el Pedraplén, donde Carla se ve a sí misma ridícula y caprichosa al descubrir que toda su molestia se basaba en un prejuicio hacia el guía de turismo, un señor de 58 años que por primera vez iba a ver el mar en su propio país. O el cuento Romerito, donde la joven abogada no puede decidir qué vínculo humano va a tener o corresponde tener con Romerito, un viejo que le cebaba mate en el trabajo y que fue denunciado por violencia doméstica. Al cruzarlo luego de un tiempo no lo saluda y eso queda como nudo, como algo inexplicable, irresuelto.  

Así como son una búsqueda para su autora, también representan un desafío para la interpretación. Estos cuentos exigen un lector o lectora sensible a las sutilezas y que se deje atravesar por las problemáticas humanas y universales que plantea cada relato: lo callado que pugna por salir a la luz, la cercanía de la muerte, la superación del daño, lo impreciso de las relaciones humanas, la sospecha de estar pendidos de una telaraña de sinsentidos. El manejo de la información se realiza con tal maestría que nos dejamos conducir en cada relato a través de un aceitado mecanismo de intriga para encontrarnos hacia el final con nuevos sentidos que no son el mero descubrimiento del enigma. No importa ya qué le sucedió en San Juan a la narradora de Más atrás de San Juan. Al final del cuento no es esa curiosidad mórbida la que nos mueve sino la constatación de que no sabemos por qué hacemos muchas de las cosas que hacemos. Es esa presencia permanente del daño con el consecuente velamiento que autogeneramos lo que queda en nosotros como una ventana abierta.

Justamente, estos cuentos son ventanas abiertas para mirar la realidad desde otra perspectiva. No se nos dice nunca cómo mirar ni cómo evaluar lo que se mira. En este sentido, son muy interesantes los dos cuentos que María Paula elige narrar en tercera persona: Pájaro Negro y Algo que vuele. La narración es de observación, sin juicios, sólo de lo que los personajes hacen. El potente efecto que genera es que se está contando una verdad. No es la mirada de un personaje, es LA mirada constructora de realidades. Así aparece esta playa, en la que dos señoras se bañan, una es gorda y la otra delgada, y se sacan la parte de arriba de la malla y se abrazan bajo el agua. No hace falta decir que son pareja porque a esta forma narradora no le interesa si lo son o si no lo son. La señora delgada está insegura porque su cuerpo está amputado: le falta un seno. La señora gorda la distrae, le dice que adivine lo que dibuja con las manos: es algo que vuela. Poder mostrarse, así amputada, vieja, dañada, ridícula, distinta es algo así como volar. Y como termina haciendo la mujer delgada, aleteando y graznando como los pájaros a pesar de las miradas, así también estas historias son algo que vuela, porque muestran con honestidad lo que hay para mostrar.