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Golpes en la puerta, de Joaquín Vazquez (lectura crítica de José Di Marco)

Escribir renegando del misterio (en la distancia oscura entre el sentido y el deseo). Acerca de Golpes en la puerta, de Joaquín Vazquez 

Kintsugi Editora, Buenos Aires, 2004 (70 páginas)

 

A la pregunta “¿qué significa un poema?”, Harold Bloom responde: “El significado de un poema es otro poema”. La concisión vuelve a la respuesta tan contundente como enigmática. Cuando se trata de la atribución de sentidos, un poema da nacimiento a otro, y la poesía constituye una retícula tramada por una multitud heterogénea de poemas, que proceden de épocas, culturas y lenguas diversas. Esa red multiforme se expande y prolifera porque la escritura –según Bloom- no es otra cosa que la interpretación deliberadamente errónea de un poema precedente o de la poesía en general. Se trata de leer intencionadamente mal, desobedeciendo las tradiciones impuestas. Se trata de reescribir transgrediendo las significaciones autorizadas. 

Sin embargo, la poesía, en tanto que una formación discursiva singular, dialoga, intercambia y discute con otras formaciones discursivas, con otros juegos de lenguaje, con otros saberes. ¿Qué reescribe, malinterpreta, combate ex profeso Joaquín Vazquez en este libro? 

 

Conforme lo que alega Florencia Abadi, en el “Prólogo”, más que certero, lo que “retorna, con matices inciertos, hasta quizás disolverse”, en Golpes en la puerta, es la antigua disputa entre filosofía y poesía.  

Los epígrafes anticipan la tonalidad con que Joaquín se aproxima e introduce en el asunto predominante:  

Abjuré del misterio 

y mi ceniza 

se deflagra en la luz. 

Aldo Oliva 

 

La lengua es lo primero 

que se pudre en un cadáver. 

Luis Sagasti 

 

En los versos de Oliva, la renuncia voluntaria al misterio conlleva la carbonización, el volverse residuo, polvo, vestigio. “La palabra misterio ya no explica nada”, atestigua un verso afamado de Ricardo Zelarayán que puede acoplarse a los de Oliva. Para que se haga escuchar lo que el poema quiere que el pensamiento escuche (y varios de los poemas de Golpes en la puerta les hablan, directamente, interpelándolos, a distintos filósofos), Vazquez reniega del misterio que esclarecería tanto la sustancia última de la poesía como la naturaleza trascendental de la filosofía. Escribir renegando del misterio equivale a desplegar una imprecación, incluso una blasfemia. El precio con que cotiza la elección de ese rumbo es alto: si bien conduce a la luz, al desvelamiento, a la transparencia, el recorrido presupone asimismo la deflagración. Escribir blasfemando, imprecando se asemeja a incinerarse en el trayecto, a volverse escoria, a consumirse. 

Por otra parte, en el acápite que lleva la firma de Sagasti sobresalen los términos “lengua” y “cadáver”. Los mismos ensanchan, en el transcurso del poemario, el valor figurativo, simbólico que ya connotan. La lengua deja de ser solamente el músculo ubicado en el centro de la boca y el cadáver, la carne que alimenta a los gusanos. 

“Úlcera”, el poema inicial, el más lírico de todos, no sólo retoma y explaya lo que se insinúa en las palabras de Sagasti sino que, además, traza la poética que articula el poemario íntegro: 

 

Leí un poema 

que puso su índice en mi esternón 

y me ulceró. Después apoyó su mano en mi frente 

descansá, dijo 

y, desplomado 

por un segundo 

vi miles de bocas rugir a la vez 

en la lengua de los filósofos muertos: 

un coro demencial 

afinado en una nota tan simple 

que fui incapaz de retenerla. 

 

El tema es lo que provoca la lectura de un poema, sus ramificaciones imprevistas. Primero, lesiona, llaga, desmaya. Luego, desencadena una visión que culmina en la escucha de una voz desmesurada, “un coro demencial” que, no obstante su simpleza, resulta imposible de retener. El uso de la prosopopeya inviste a lo que deriva del acto de leer de una potencia extraordinaria. En Golpes en la puerta se invoca, para discutirla, a la “lengua de los filósofos muertos”, una polifonía de voces ausentes. Lo que sigue es un diálogo con escrituras pretéritas. 

Así, escribir renegando del misterio posiblemente consista en la imposibilidad de retener los restos de una voz plural, lejana e insistente, y en construir, sobre la base de ese impedimento, con las reverberaciones de lo muerto, una poética en la que los vestigios de lo incontenible cobran una importancia inusitada.  

Vazquez emprende lo que Mark Fisher, en consonancia con Derrida, denomina “hauntología”, es decir: una conversación con fantasmas. ¿Qué viene a decir el coro espectral cuando se hace presente? ¿Acaso llega, desde el olvido, para enrostrarle a la poesía su condición disyuntiva, problemática, contradictoria? La escritura deviene un trabajo de memoria que convierte al duelo en una gramática. 

 

Algo de esa condición reverbera en “Dilemas”, un poema en el que yo se desdobla en una segunda persona y lo acribilla un encadenamiento de preguntas que no son retóricas y que demandan respuestas decisivas:   

 

¿Qué dios gobierna 

el Olimpo de tu corazón? 

¿Cuál altera el orden, cuál vigila? 

¿En qué creen tus vivos? 

¿Tus muertos te tienen fe? 

Llamá, contalos. ¿Cuántos llevás? 

¿Tu favorito? 

¿Honrás, hacés estatuas 

degollás chivos expiatorios con devoción?  

 

No, les escribís 

y no sabés si alcanza. 

Si en el rito del poema viene otra cosa 

más sagrada, más antigua 

una voz, un brillo, una forma animal 

¿huís? ¿O hacés espacio? 

 

Si hubo imágenes sagradas 

ya no se distinguen. 

Esta es la desesperación que aceptamos: 

queremos el mundo pero no nos basta. 

   

Golpes en la puerta enfrenta la encrucijada y ensaya una contestación; no se fuga y habilita un lugar para que los restos diluidos y opacos de lo sagrado se manifiesten en tanto que una pérdida irremediable (apenas imágenes confusas).  

En el par de versos que cierra el poema, la desesperación asumida es un anhelo insatisfecho: “queremos el mundo pero no nos basta”. Wittgenstein –al que se menciona en “Jardinería” -decía que lo místico es que “sea el mundo”. Lo que el mundo es, una trama de hechos, el lenguaje no lo puede representar, sin caer en las divagaciones de la metafísica, en sus sinsentidos; lo que el lenguaje puede hacer con la totalidad finita de hechos es mostrarla, indicarla, sugerirla. Pero, a los poetas, eso no les alcanza. 

Joaquin Vazquez 

Lo que regresa en Golpes en la puerta –señalaba Abadi- es la antigua disputa entre filosofía y poesía. Vuelve con “matices inciertos”. Retorna casi diluyéndose. La disolución de la reyerta proviene de un ejercicio deconstructivo, porque se trata de derruir la filosofía desde adentro, de mostrar sus fisuras ingénitas, de introducir, en su corpus continuo y sólido, el ácido indómito y casual de la contingencia que sacude y conmociona, que pone en escena la presencia inexorable del error, de lo impensable, de la finitud. 

Para consumar tal ejercicio, Vazquez selecciona episodios clave de la historia de la filosofía, recorta escenas biográficas y sintomáticas; se trata de poemas titulados con el nombre de pensadora/es que funcionan como lo que Deleuze llama “personajes conceptuales”, un modo de ser subjetivo del pensamiento. Así, según los títulos, se dispone un elenco de nombres desde un punto de vista cronológico, cuyas figuras estelares son: Heráclito, Sócrates, Platón, Aristóteles, Diógenes, Lucilio, Marco Aurelio, Plotino, San Agustín, San Anselmo, Descartes, Spinoza, Kant, Hegel, Schopenhauer, Nietzsche, Warburg, Heidegger, Macedonio Fernández, Foucault, Wittgenstein y Benjamin. Un reparto predominantemente masculino al que se agregan los nombres, para hacerlo temblar, de mujeres díscolas, convencidas, perspicaces y valientes, a saber: Hannah Arendt, Simone de Beauvoir y Simone Weil.  

Esa concatenación de “personajes conceptuales” incluye el desarrollo de crispaciones internas: por ejemplo, la de Hegel con Schopenhauer (“Todo lo real es caprichoso”), la de Beauvoir con Weil (“¿Que es el materialismo?”). De esta serie participa asimismo “¿Qué significa pensar?; este poema remeda el título de un ensayo de Heidegger y uno de sus versos le da nombre al libro de Joaquín: 

Pensar ha sido eso: 

escuchar golpes en la puerta 

pero no abrir. 

Visitar la fuente y no beber. Permanecer en el umbral. Ser el testigo de lo que se anuncia sin revelarse. Mantenerse al filo de la inminencia de una revelación que no se produce, como diría Borges. Pensar acaso consista en una actitud poética, en un juego en que el lenguaje mismo retrocede, se abisma, calla, y en el que el ansia de descubrimiento de una verdad perenne es sustituida por la espera, no de la muerte, sino de algo que no es otra cosa que la espera misma. Tal vez, el deseo del mundo sea esa espera. Quizás, el disolverse de la filosofía en la poesía sea la dilución de las palabras en el silencio. Espera de la espera.  

 

Pero, además, la escritura de Joaquín practica modulaciones dispares y traza variadas escenas de enunciación en las que el monólogo y el soliloquio conviven con los consejos y las interpelaciones (“Grandísimo”).  

En “La educación de los niños”, la enunciación cobra un tono pedagógico, admonitorio: ante la demanda de una mamá ansiosa por la formación de su hijo, un poeta que habla desde su experiencia, le responde: 

Se trata, sobre todo 

de aprender para vivir: 

que el entendimiento rija sus excesos 

pero que no los evite. 

La inacción no educa 

y el encierro tampoco. El estudio 

se compensa con la vida en jardines 

o en las montañas. Que viaje. 

Se trata de aprender para vivir porque la meta del aprendizaje no es el acopio de conocimientos ni la incorporación de valores; importa menos la transmisión de saberes y ejemplos que el desafío constante a la autoridad, el amor a todas las lenguas, el esfuerzo por el pensamiento libre, la aceptación de los errores propios, la disposición al viaje. 

Lo que la poesía le dice (la hace saber) a la pedagogía es que las jerarquías -que la legitiman y sustentan- la distancian abruptamente de las eventualidades que hacen de la vida un arte, una lenta preparación para la felicidad. 

 

En “Tremor”, el último poema del libro, debido a que el asombro, suplantado por el espanto, ha dejado de ser el término que insta a la interrogación filosófica, el yo poético se pregunta:  

 

¿Cómo salir de la afasia? 

¿Cómo hablar sin decir 

horror, sin decir absurdo? 

 

¿Quién, en el vacío que reina 

en el interior de la materia, quién 

atendería mi súplica si yo mendigara 

en la distancia oscura 

entre el deseo y el sentido? 

 

El centelleo escalofriante que se agita en el título, anticipando el horror y el absurdo a que parece destinada la filosofía en el presente y que la condena a la afasia, se atenúa si, como sostiene Pierre Hadot, consideramos que la misma estriba, ni más ni menos, que en un ejercicio espiritual: “una actividad casi siempre del género discursivo, ya fuese racional o imaginativa, dirigida a modificar, en sí misma o en los demás, la manera de vivir y de ver el mundo”. Esa transformación del mundo y de sí misma/o encuentra, en la palabra poética, en las vacilaciones de su decir errante, en su música indómita, su tonalidad predilecta, su cauce apropiado. 

Acerca de esa metamorfosis, morosa e inadvertida, que carece de fundamento y finalidad, acaso jamás consumada con certeza ni plenitud, hablan, dicen, cantan los poemas de Golpes en la puerta, despejando el lenguaje de toda añadidura ornamental, haciendo de la concisión, la ironía atenuada y la tersura precisa virtudes expresivas, canales de la emoción estética, formas singulares por las cuales la belleza, aun en su acritud, se deja sentir.  

José Di Marco

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