Algo extraño, maravilloso. Acerca de La segunda luz, de Pablo Carrizo 

La segunda luz, el cuarto libro de Pablo Carrizo (Córdoba, 1978), agrupa una docena de poemas tan breves como delicados. El libro que los pone a circular constituye una pieza artística en sí misma; un objeto cuya materialidad gráfica le otorga una impronta visual insoslayable que invita a sopesarlo y a recorrerlo con calma, con deleite. Da gusto tenerlo entre las manos. Da gusto contemplar el cromatismo, la tipografía, las ilustraciones (que le pertenecen al poeta). Lamento carecer del lenguaje y del conocimiento apropiados para describirlo con exactitud y dar cuenta de la fruición estrictamente estética que me produjo el primer encuentro con él (la que se multiplicó en los posteriores). 

Carolina Barrios diseñó este libro que forma parte de un proyecto editorial dirigido por Carla Ciarapica y que inaugura la colección denominada Formas breves. Como señala el texto sin firma que aparece al final, el nombre de la misma se tomó prestado de Ricardo Piglia y apuesta por pequeños experimentos sobre la forma; la impulsa el deseo de experimentación, una suerte de microscopía que inviste a lo mínimo de una potencia que no excluye lo sutil. 

A tono con esta propuesta, los poemas de Carrizo se interrogan a la vez que se maravillan por la presencia tenue pero decisiva de lo que sólo se puede nombrar al sesgo, mediante imágenes que registran su tránsito fugaz, su muda aparición. 

En los paratextos, se esboza e insinúa la poética que articulan los textos de La segunda luz. Al comienzo del libro, el epígrafe de Eugenia Almeida asimila lo que no se termina de entender a las luces: el fulgor, lo que destella, se sustrae a la plena comprensión racional. Al final, en una concisa narración autobiográfica, el poeta evoca a su abuela deteniéndose la voz de aquella, el pasaje culmina en la siguiente afirmación: “Estos poemas le preguntaron cosas”. Mientras que el epígrafe anticipa la temática que prevalece en el poemario, la narración autográfica, en cambio, delinea un enclave de enunciación. La escritura de lo que alumbra, centellea, claro y a la vez difuso, proviene de escuchar, de sentir, de interrogar, las reverberaciones de una voz querida, cálida, entrañable que no entrega respuestas precisas, unívocas, netas, sino que, más bien, abre el espacio infinito 

de la pregunta, de la espera diferida, de la expectación permanente. En ese ámbito de lo abierto, de lo indefinido, de lo inefable, se instauran los poemas de Carrizo en los que la escucha afectuosa y la contemplación paciente gravitan como un cruce singular entre lo audible y lo visible. 

Elijo un par de poemas como ejemplos de esa poética. En “Nadie lo tuvo”, lo que aparece, lo que se muestra raudo, no puede asirse con palabras ni retenerse en la memoria, salvo en su condición de algo ausente; el texto concluye con este dístico: “Algunos animales/ sólo se pueden escuchar”. El fracaso (o al menos la impotencia) de las palabras inducidas por la mirada lleva a la escucha. Lo que se vislumbra no se deja decir; hay que escucharlo. No obstante, el/la lector/a se queda con una gama variable de preguntas: ¿qué es eso que pasa –que acontece y asimismo transita fugaz? ¿Cuáles son esos “animales” cuya presencia momentánea transgrede los alcances del lenguaje e inhabilita las potestades de la memoria? ¿De qué está hablando este poema? Las preguntas podrían aumentar, y ese el efecto central que procura: el de incitar al despliegue de la interrogación, de atender a las reticencias voluntarias de lo que se dice, a las elusiones referenciales, a lo callado, a lo que se muestra como una huella pasajera. 

En “La segunda luz”, el poema que título al libro, se reconstruye un diálogo mediante una oscilación pronominal en la que se enlazan el “nosotros”, el “ella” y el “yo”. En el movimiento constitutivo de la conversación, conformado por la dialéctica fluida entre pregunta y respuesta, se alcanza un entendimiento que se expresa, en la última estrofa, de una manera tal en la que el lenguaje se opaca en versos entrecortados, los que desembocan en una palabra: “O la luz/ dijo ella/ la segunda luz/ de esta mañana/ donde sangra/ una mano nuestra y brota/ otra ternura exótica/ autóctona/ corazón”. El acuerdo al que llegan los hablantes, una pareja que pasea por un parque, discurre sobre un asunto que proviene de la dinámica propia del diálogo, el que no puede identificarse al margen de ese intercambio verbal. ¿De qué están hablando, en realidad? ¿De una ruptura, de una reconciliación? ¿Del amor como un sentimiento que exige una reconstrucción permanente? ¿En qué consiste esa segunda luz? ¿Cuál es la primera? 

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Los poemas de Carrizo eluden, sin estruendos, la significación unívoca, la referencia explícita. Conjugan versos irreductibles en los que la función poética del lenguaje se impone: “Una luz pasta sin hambre”; “vestir nos desnuda”; “Nadie lo tuvo/ sino al dejarlo pasar”; “El error abre/ otra casa de la puerta”; “La dirección son los cambios”. No hay literalidad sino, más bien, un uso intempestivo, impensado del lenguaje. Acaso, La segunda luz nos invita a asomarnos (y ser parte) de una tentativa en las que las palabras se enrarecen y la sintaxis se disloca para hacer del mundo cotidiano algo extraño y, por eso mismo, maravilloso. 

Por José Di Marco