En Río Cuarto, el legado de Juan Filloy es tan fuerte que incluso nuestra Feria del Libro lleva su nombre; también la biblioteca cenral de la Universidad Nacional de Río Cuarto (UNRC). Incluso, se puede visitar su biblioteca personal en el centro de la ciudad. Coeditar con ediciones la yunta el poemario Aunque nada nunca suture, de su nieto, el escritor Diego Filloy, nos resulta un honor.
En una entrevista, Diego Filloy nos dice: “A los 16 empiezo a escribir mis primeros versos y se los muestro a mis padres; mi viejo se entusiasma y me dice que le escriba una carta a Filloy con una serie de poemas seleccionados. (…) Poco tiempo después, llega la carta de Filloy y me elogia, como quien elogia a un poeta –entre muchas comillas, lo de poeta– de 16 años: Rimbaud hubo uno solo. (…) Las cartas de Filloy eran de puño y letra y abundaban en más consejos: los conservo, esos consejos”.
Con esa herencia literaria y un camino propio en la poesía, Diego Filloy dialoga aquí sobre el proceso de escritura de su nuevo libro, sus búsquedas, lecturas y el modo en que la política, la música y la tradición poética se entrelazan en sus versos.
– ¿Cómo fuiste llegando a este poemario Aunque nada nunca suture?
– Cuando publiqué mi primer libro, en 2013, al cabo de una semana ya tenía ganas, la necesidad de sacar otro; ansiedad de primerizo, supongo. Pasaron doce años para que sacara otro libro, es decir, Aunque nada nunca suture. En el medio, en 2018, terminé un poemario –incluso tenía en mente un par de títulos tentativos como definidos–. Sin embargo, no me convencía: le faltaba algo a ese “nuevo libro”; o más bien le sobraba algo, es decir, me resultaba demasiado drástico –forzado– el cambio respecto de Poemas en línea de fuego. Si bien yo buscaba un deslizamiento hacia otra voz más compacta, más rigurosa, incluso irónica, había algo del orden de lo artificioso, exagerado, que no me convencía. Así que ese libro quedó ahí, a la espera –o en la nada, creía yo por entonces–. Lo que buscaba, ese cambio de voz, no era un mero capricho estético: respondía a crecientes inquietudes personales y de todo orden.
Estuve más de un año sin escribir; solo tomaba notas ocasionalmente. Luego volví a sentarme a escribir, a escribir lo que saliera. Y hará unos cuatro años, revisando archivos, di con un poema que había excluido de ese libro que quedó en el limbo: el segundo de Aunque nada nunca suture, De la venganza y sus artes. Y algo pasó, un indicio de alineamiento de los planetas, un no sé qué, algo que me dijo: “Es por acá, esa voz buscaba”.
En buena medida, nunca dejé de escribir estos doce últimos años, pero ese poema me dio la pauta, la motivación de que era la hora de ordenar los papeles y darle para adelante. Además, en doce años uno puede cambiar bastante, y en términos personales y políticos –no me refiero a vaivenes electorales– cambié bastante. Así que me puse a ordenar papeles, y por ejemplo: Laboral es un poema cuya primera redacción tiene unos diez años, al igual que Alcools; al mismo tiempo, Lineal, Decimonónico o Alturas son poemas que formaban parte de ese libro que quedó en el camino. Por supuesto, todos estos poemas se expusieron a sucesivas correcciones. Después, entre notas sueltas que iba seleccionando, poemas viejos que iba depurando y una buena cantidad de factura reciente, se fue forjando este libro, con sus idas y vueltas. Fue un trabajo bastante arduo de unos tres años, que se intensificó este último año. Pensaba en un poemario de cuarenta poemas; terminaron siendo veintisiete, así que fue arduo.

Aunque nada nunca suture, de Diego Filloy
– ¿Creés que Aunque nada nunca suture dialoga de alguna manera con tu anterior poemario, Poemas en línea de fuego (Ediciones del Dock, 2013)?
– En una medida, sí, porque en Poemas en línea de fuego hay una serie de temáticas –por decirlo de forma muy amplia– que se repiten en Aunque nada nunca suture. Pero al mismo tiempo, no; porque desde el momento en que el abordaje de esas temáticas es distinto, no solo cambia la mirada sobre ellas, sino que ese cambio abre nuevos horizontes, dudas, intuiciones. Sin embargo, hay una continuidad en ambos poemarios, más subterránea si se quiere, y parecerá paradójico que la llame así: una búsqueda de minero por la cadencia, la música, sin por ello transar un ápice del significado que uno desea expresar. Una aclaración esencial: con esto no estoy trazando una distinción entre fondo y forma que carece de relevancia, y en gran medida, en el acto creativo. Sin embargo, no pierdo de vista que, en la teoría, fondo y forma son elementos distintos, diferencia que uno no tiene para nada en cuenta de buenas a primeras al sentarse a escribir, pero es una diferencia que está ahí, sobrevolando.
– Mencionaste la palabra “búsqueda”. ¿Cuáles dirías que son tus búsquedas poéticas?
– En ambos poemarios hay temáticas que se repiten. Te diría que todas ellas están atravesadas por la política: desde la soledad hasta la contemplación de la naturaleza, desde la introspección y su pasado hasta el amor o el mundo del trabajo. Insisto: por política no me refiero a cuestiones proselitistas, militantes; no tengo nada contra ellas, en absoluto, y menos contra quien considere que las debe explicitar de forma transparente en su escritura. En última instancia, la búsqueda poética es la búsqueda de darse un sentido a sí mismo y a lo que lo rodea, sin perder de vista –empleemos una palabra harto bastardeada– lo bello, en sentido muy laxo lo digo. Tampoco con esto estoy diciendo que el mundo no tenga sentido, porque lo tiene: puede que me guste o no.
– Volviendo a Aunque nada nunca suture: ¿cuáles son tus lecturas, tus músicas, tu inspiración a la hora de escribir poesía? (Veo referencias a Juarroz, Apollinaire, Carlos Drummond de Andrade, Bowie…)
– Tengo múltiples influencias. A veces las transparento de manera frontal; en Poemas en línea de fuego, por ejemplo, hay un plagio menor a Charles Baudelaire; en Aunque nada nunca suture hago un plagio menor a Carlos Drummond de Andrade. Es bastante claro, en estos casos: estoy plagiando de modo abierto dos sonetos vastos, tremendos, ineludibles de ellos, desde mi lugar en el mundo. Casi que te diría que son traducciones, además de evidentes homenajes a tipos que me sobrecogieron en distintos momentos de mi vida. Yo descubro la poesía, o me impacta por primera vez de forma notoria, a los 13, 14 años leyendo a Baudelaire. Lo de Juarroz también es una suerte de traducción, pero se reduce a un poema particular de él; en los otros dos, me rindo ante el placer que me deparó la obra de ambos. Lo de Apollinaire es un atajo que da para largo explicarlo aquí.
Hay otros poetas que me han marcado, y sus influencias están conscientemente ocultas, o no tanto: Paul Celan, Joaquín Giannuzzi, Mayakovski, Antonio Machado. Después, está todo lo que se drena y filtra, y el lector sabrá verlo, porque yo, a priori, no lo veo. También hay autores que no se dedicaron a la poesía y me resultaron decisivos: Rulfo; sin lugar a dudas Onetti, Maupassant, ¡Homero!… son tantos.
En cuanto a la música: soy un melómano frustrado. Pero es mucha la música que me gusta y te diría que le tengo más paciencia a la música que a la poesía. De hecho, algún día me gustaría escribir un poema que pueda sintetizar el Olé de John Coltrane. Lo veo difícil, pero.
– Naciste en Villa Huidobro, bien al sur de Córdoba: ¿significa algo para vos, te sigue interpelando?
– Es una historia larga que exigiría contar cómo un tipo –mi abuelo materno–, de ser medalla de oro en el Hospital de Clínicas acá en Buenos Aires por los años 20 del siglo pasado, lo mandaron como una suerte de castigo a ser médico de campaña por seis meses a Villa Huidobro. El tema es que mi abuelo, por hache o por be, encontró su lugar en el mundo en Cañada Verde (así se llamaba la estación de tren de Villa Huidobro) y vivió allí hasta su muerte, más de 50 años. Una persona brillante, según aseguran quienes lo conocieron.
Yo lo quería mucho; los pocos años que lo traté, no –unos cuatro–, falleció en 1989. Lo que puedo decir es que mis padres se fueron a vivir a Brasil, a Río de Janeiro, en 1974 y allá me concibieron. En el 78 deciden que nazca en Villa Huidobro y se volvieron por un par de meses junto a mi hermano, de siete años en aquel entonces. Mi abuelo me trajo al mundo, como a tantos otros primos. A mediados de 1985, mis viejos, por motivos varios, deben volver a la Argentina. Mi vieja, mi hermano y yo nos pasamos unos cuatro, cinco meses en Villa Huidobro. Y allí, el idioma castellano que estaba latente en mí se asentó, con todos los rudimentos en los que se puede asentar un idioma en un nene de siete años.
El primer idioma que hablé y leí con fluidez fue el portugués; el primer idioma ajeno que leí con cierta –más bien incierta– fluidez fue el francés. Con lo cual, Villa Huidobro son bastantes cosas: mi abuelo, las vacaciones de verano hasta su fallecimiento y, de modo tangencial, el castellano. Yo no hablaba en español en Brasil: escuchaba, entendía supongo, pero, por ejemplo, me negaba a que mi viejo me hablase en español. Hace añares que no voy a Villa Huidobro, de todos modos.

Diego Filloy, postales de viaje.
– Hablando de parentescos, abuelos: ¿quién es para vos Juan Filloy?
– A diferencia de mi abuelo materno, no lo frecuenté mucho. Cuestiones familiares que no vienen al caso; y eso que Filloy fallece más de una década después que mi otro abuelo. Sin embargo, como te señalé, a los 13, 14 años me agarra el metejón por la poesía. A los 16 empiezo a escribir mis primeros versos y se los muestro a mis padres; mi viejo se entusiasma y me dice que le escriba una carta a Filloy con una serie de poemas seleccionados. El viejo me da una mano en la elección de los mismos y vamos al correo. Poco tiempo después, llega la carta de Filloy y me elogia, como quien elogia a un poeta –entre muchas comillas, lo de poeta– de 16 años: Rimbaud hubo uno solo.
A su vez, yo me entusiasmo y, al cabo de un tiempo, le envío otra carta, esta vez con un mamotreto de poemas. “Estás padeciendo la ebullición de las musas”, me contesta, por carta desde luego. Y me da una serie de consejos. Cita a Cicerón, a Mallarmé, entre otros, instándome a la corrección, a la paciencia, a dejar “descansar en algún cajón lo escrito”. Las cartas de Filloy eran de puño y letra y abundaban en más consejos: los conservo, esos consejos, los sigo conservando sin nada para agregar.
A mi abuelo le llamaba la atención, aparte, que yo tuviera desde aquel entonces una propensión por las formas clásicas: sonetos, octosílabos, etc. Al cabo de unos meses, mi familia viaja a Córdoba a visitar a los parientes. A solas con Filloy, él me dice: “Le encomendé a tu padre la compra urgente de un manual de métrica. Los sonetos no se escriben solos”. Y recuerdo que empezó con una diatriba contra el llamado “verso libre”. Mi viejo me dirá después, riéndose: “Pero si él ha escrito en verso libre y a destajo”. Entendía, de todos modos, a lo que apuntaba Filloy, y a los días de volver a Buenos Aires, me regaló el consabido manual. Todo esto es intransferible.
– ¿Cómo se generó tu vínculo con el poeta y editor de Ediciones La Yunta, Alejandro Cesario?
– Por Juan Filloy, precisamente. Vale aclarar, subrayar que Alejandro Cesario era, es, un gran admirador y conocedor de la obra de mi abuelo. Cuando publico Poemas en línea de fuego, en Ediciones del Dock, resulta que Cesario cae un día a la imprenta a conversar con Carlos Pereiro sobre un próximo libro suyo. La charla aparentemente derivó en bueyes perdidos porque Cesario observa que el tapista estaba trabajando en la portada de mi libro; ve mi apellido y le pregunta a Pereiro si había algún lazo con Juan Filloy. A lo que Pereiro: “Es el nieto”.
No recuerdo bien si Pereiro me pone en contacto en un bar, café mediante, o Alejandro [Cesario] se comunica directamente conmigo. El asunto es que hace doce años que, con los vaivenes de la vida, tenemos una relación de gran cariño y respeto mutuo. Pasan los años y Alejandro me comenta esto de que Ediciones La Yunta y Editorial Cartografías vienen haciendo un trabajo concienzudo de ediciones conjuntas. Hacía ya un tiempo que lo venía “amenazando” con un manuscrito. Se lo mandé finalmente, hace un buen par de meses. Y me sugiere esta posibilidad de una coedición: no te niego que me hizo ruido al inicio; pero, como me dijo el padre de un otrora amigo a los 19 años, ante mis cavilaciones de usar un seudónimo por el peso de mi apellido: “¿Para qué un seudónimo? Vos sos eso, en buena parte”.
No sé si es tan lineal, pero le di para adelante. Y ahora también: en alguna medida soy “eso”, como tantas otras cosas más –buenas, malas e inanes–. Soy un trabajador que tiene la suerte, por ahora, de que su otro trabajo sea exclusivamente la poesía; aunque siempre nos las rebuscaremos para que, en algún momento, sea el único trabajo: la poesía.
Por Verónica Dema