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¿Un libro de Aimar, qué Aimar, el jugador de fútbol?, por Ricardo Sánchez (*)

Oscar Tomás Aimar

 

No, pero sí. Les explico: fue como jugador de fútbol que conocí a Oscar: sólo después supe que se llamaba Tomás, un nombre elegido acaso por razón de familia pero que le conviene a su condición de jugador que no le afloja a la exigencia del apellido.

 

Excelencia la suya en ese campo, y espero que ahora acepten este esquinado comienzo, que se maceraba (se macera, porque el maldito sigue jugando) en su capacidad para “leer el juego”, como suelen decir los periodistas deportivos, esos pícaros omnipresentes y frecuentemente canallas.

 

Quiero decir que Aimar, Oscar, y después pero lógica y comprensiblemente Tomás, destacaba, de pantalones cortos, porque era capaz de encontrar en las jugadas más insignificantes y mal vistas, por caso un pase de media cancha a su propio arquero, lo que podía engendrarse en esa minucia.

 

Después, de a poco, fui percibiendo que así como en la cancha procedía Oscar en su casa en el 183 de Antártida Argentina, un  rincón donde arde, y crepita a media voz, la pasión por los libros: lo hace ejerciendo esa especiosa claridad, verdaderamente poco común, para ver el otro lado de las cosas y –a esto lo sabría más tarde-, para desafiar lo que veía cuando leía.

 

Con esa potencia sin alardes, se manifestó después en la por entonces esquizofrénica redacción del viejo diario “El Pueblo”, al lado de donde escribía Filloy, sabiendo ya que un texto, tal como aparece en su superficie, representa una cadena de artificios expresivos que es obligatorio actualizar, y que se actualiza (que él actualiza) en cada lectura.

 

Oscar leía ya entonces desde la perspectiva singular que le había sido dada a su inteligencia, que seguramente ejercía ya desde sus primeras lecturas: captando que toda expresión está vacía hasta que el lector realiza indefectiblemente frente al texto una operación que, además de aspirar a la inmediata comprensión, la resignifica, la resitúa.

 

Era sorprendente, al menos lo era para mí, y aventuro que para la gran mayoría de aquella delirante redacción, la naturalidad con la que se situaba en esa curiosa relación, en esa coyuntura, que existe entre el acto aislado de leer y lo secreto que la escritura construye fuera del tiempo, ejecutando una perpetua reconstrucción de lo real aparente.

 

Esa operación lectora, construida en la intersección entre lo presente y lo ausente, entre el recuerdo y la experiencia, aupaba ya una escritura, completa e inquisidora, que sobrevive y se explaya en “Memorias de la inocencia y otras trampas”, transformando lo contingente de una mirada, la suya, en una escritura indeleble e indispensable, dotada de similar sutileza.

 

Es decir, que muchas de las páginas de este libro que hoy gozosamente recibimos, se veían venir hace 35 años, que se dice pronto. Por eso me permito una digresión para agradecer a “Cartografías” por este acto de justicia, que nos quita un peso de encima a los que ya no podíamos soportar que, frente a tanta tontería publicada, Oscar permaneciera inédito.

Y vuelvo a estas raras “Memorias…” para postular que Oscar escribe desde su condición de “lector in fábula”, por recuperar el eco de las palabras de Eco. Es decir, con plena conciencia y con un dominio impresionante de la operación que se requiere para ejercerla, concibiendo y ejerciendo el acto literario como la escritura de una lectura y viceversa.

 

Desde ese atalaya, crea una compleja combinatoria que, cito, “da lugar a magias parciales y descubrimientos imprevistos y aleatorios”. Vacilaciones que empero no son índices de pobreza sino más bien todo lo contrario, porque instalan la escritura en las mismísimas arenas movedizas de la condición humana, dejándose penetrar por la eterna incertidumbre.

 

De tal manera Oscar ejerce esa operación, tan Borges, consistente en crear reglas propias para su escritura, en instaurar una propia legalidad. Operación que le permite, por ejemplo, hacer literario a un tal tío Néstor que, real o apócrifo, está dotado, gracias a la escritura que lo define, de una delicada impresición.

 

Lo mismo consigue con la instauración literaria de unos padres, unos hermanos, una improbable familia como “Los Ayerza” y unos amigos del barrio que cita la voz narradora de “El gol de Grillo a los ingleses”: acaso seres de carne y hueso que se hacen personajes de literatura de alto rango gracias a las “maniobras” del lenguaje a través de las cuales Oscar, desarrolla la estrecha relación entre el mundo real, el libro y la lectura.

 

En ese desplazamiento, que continuamente se corre del eje convencional y tiende a licuar las jerarquías, sus textos desarrollan un equilibrio de fuerzas en el interior del campo literario, generando, por caso, en “El lobo del hombre”, una relación casi dialéctica entre la molicie social y una innata e íntima pulsión destructora.

 

Oscar hace suya la operación borgiana –Borges, si no lo saben lo advertirán al leer este libro, es una pasión sostenida por el asombro perpetuo- según la cual puede usar a voluntad cualquier elemento, hechos pero también personas del mundo real y literario –“Martín Fierro” pero también a Saer, Sarlo, Piglia, Martínez y el mismo Borges-, para realizar a través de ellos una combinatoria escritural en permanente mutación, inscribiéndolos en sus tramas o contradiciendo y hasta peleando con sucesos, ideas y formas de la escritura.

 

Eso sin una gota de alarde. Y desplegando generosamente la fertilidad y agudeza de su condición lectora, para convidarnos a acompañarlo en sus abrazos y sus diatribas, mientras las hace literatura: una literatura que, además de generosa traducción de sus hallazgos lectores, despliega una particular forma de pudor, que siempre está al salto para relativizar sus hallazgos.

Ese acto de transformar en obra su mirada acerca de otros textos, es fruto del arrojo de quien se interna en el laberinto de la lectura sin llevar consigo el hilo de Ariadna: y transforma ese viaje aventurado en una escritura que mata al Minotauro y consigue salir por las suyas, para contar la peripecia mientras alumbra el camino, en una operación de ida y vuelta.

 

Así se crean textos, en los que se vislumbran las exiguas condiciones de la relación amorosa y los evanescentes triunfos como “Pirro”; el inestable equilibrio entre “palabras temibles y bravatas innobles”, en Aniversario”; la operación analítica acerca del lenguaje de “Elogio de la coma”; el juego de espejos con el estilo Cortázar en “Un compromiso”; el realismo duro disuelto en ternura de “Con este sol”; el humor paródico de “Historia en negro”.

 

Esas y otras maravillas son las que se reúnen aquí, atribuyéndole sentido a fruslerías tales como el gesto delirado de un jovenzuelo que mientras repite los movimientos del coito dice estar cogiéndose la tierra y, un poco más adelante, desafiando y desmintiendo la presunta espontaneidad de los surrealistas al crear su método, y conjeturando una situación sexual oculta en algún verso del “Martín Fierro”.

Así se enhebra este collar deslumbrante hecho de cuentas cuyo brillo resplandeciente necesitaba de un escaparate que lo pusiera a la vista, reclamando nuestra atención con la fuerza incontenible que, a pesar de los pesares, siguen anidando en el objeto libro, cuyo raro fulgor, que el tiempo enmohece pero no apaga, seguramente sigue encandilando, como a mí, a los aquí presentes.

 

Para describir las formas variadas a través de las que Oscar trama su escritura, lo cito, “podrían usarse, sin desmedro de sus cargas peyorativas, las palabras miscelánea, collage, centón”, eso dice, previendo lectores insidiosos o acaso insuficientes. Formas sueltas que sin embargo se dejan agrupar por la común perspectiva de una mirada cuya agudeza preexiste a, aunque se prolonga en, el ejercicio de la escritura.

 

Utilizando su memoria prodigiosa, que abraza lo culto y lo popular con una frescura y una profundidad poco habituales, utilizándola, digo, para rizar el rizo, a sabiendas de que la memoria suele crear a la vez contornos imprecisos y falsas imprecisiones, Oscar desarrolla, magistralmente a mi juicio, y vuelvo a citarlo, “la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas.”

Y el resultado de esa operación es un universo en el que se empieza por olfatear influencias y detectar remedos, y se termina envuelto en la sutil trama reflexiva y a la vez humorística, que crea su autor. Sutil trama hecha de un constante espíritu inquisitivo, que goza en interrogar, y en interrogarse, aunque se sabe sumido en la acaso vana tarea de encontrar explicación a los modos a través de los cuales el animal humano transcurre y escribe la historia.

Leer, y escribir con una perspectiva personal, acerca de esa aventura, es emprender (otra vez está Borges) “una tarea ilimitada”, y a pesar de eso, es algo que, dada la profundidad del gesto, se puede colegir que acompañará a Oscar hasta el fin. Y de eso sí que podemos sentirnos regocijados quienes tenemos la posibilidad de leerlo, aunque a él pueda generarle angustia la certeza de que no podrá “descifrar las antiguas lenguas del Norte”.

Que Oscar escriba como escribe, después de haber leído como lee, produce, lo cito una vez más, “un enriquecimiento del arte detenido y rudimentario de la lectura.” Y recupera para la literatura, su condición de “arte que sabe profetizar aquel tiempo en que habrá enmudecido, y encarnizarse con la propia virtud, y enamorarse de la propia disolución y cortejar su fin”. Lo maravilloso de la literatura que producen escritores como Oscar es que, frente a tantas incertidumbres y amenazas, se yergue el placer que nos produce leerlos.

 

Un placer que se me ocurre virtuoso recomendarles ahora mismo mientras vuelvo a agradecer a los magníficos cartógrafos que, al seguir con su tarea de correr los límites del mapa de nuestra literatura, hayan asumido el pago de esa deuda que en principio era mía, íntima, pero que entiendo bien podría haber sentido como propia cualquier lector que esté al salto para registrar la aparición de uno de los buenos, como Oscar.

 

Porque es que hay mucho más que una frase aquí para guardar en la memoria: lo digo por si es que le sirve a la felicidad que reclama el autor en ese prólogo auto-inflingido. Y además hay mucho del placer que provoca la inteligencia en los textos escritos por este Aimar, Oscar para quienes lo conocemos parece que desde antes del agua, y Tomás para seguir cierta trama prodigiosa en sede familiar.

Oscar Tomás Aimar, de quien tomo, como cita  propiciatoria, la situación que trama en el melancólico y tierno final de “El gol de Grillo a los ingleses”, para abandonarlo ahora mismo mientras sale del 183 de Antártida Argentina, esquivando lo que haya que esquivar en este extraño diciembre.

 

Mírenlo, se dirige hacia una canchita, una canchita cualquiera, la que le quede más a mano. Y síganlo: si lo miran jugar un picadito, acaso se despierten en ustedes la irrefrenable necesidad de comprar “Memorias de la inocencia y otras trampas”, porque Oscar Tomás Aimar lee el juego tan agudamente como lee libros y, “mutatis mutandi”, escribe tan bien como juega.

 

(*) Ricardo Sánchez. Periodista)

 

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Nicolás Jozami, sobre La joroba del Edén: “Hay que ingresar a los cuentos en forma oblicua, agachados, jorobados”

El escritor Nicolás Jozami, autor de El brillo gemelo (2016) y La quimera (2009), acaba de publicar La joroba del Edén. Sobre el título, dice: “Gabriel Pantoja, que hizo la contratapa, alude justamente a una posición, otra vez, lectora: ingresar a los cuentos del libro en forma oblicua, agachados, jorobados, porque en algún momento, cambian las reglas”. Agrega que en uno de los cuentos hay una clave mínima aunque explícita que le da sentido al título.

En este diálogo con Cartografías, el sello que Jozami eligió para publicar este libro de relatos, revela algunas consideraciones sobre el origen de esta obra y la conexión con sus anteriores. Habla de rupturas y continuidades.

Nicolás Jozami

– ¿Cuál es el germen y el proceso de escritura de La joroba del Edén?

– Este libro nació, germinó, de modo similar al de mis dos libros anteriores. Hay un momento en el que descubro que existe la posibilidad de reunir cuentos que, en base a procesos de pulido, devoluciones de lectores, y mi decisión, cuajan; de allí que me permito verlos luego como totalidad, una en la que los textos seleccionados pueden convivir en un mismo volumen, sin más alteraciones,  continuidades, disfunciones, que las que cada lector puede hacer en su propio recorrido de lectura.

El proceso de escritura fue variado, y esto viene atado a lo anterior: hay cuentos que están en el libro, como por ejemplo Junto al río, que -escrito en estos últimos meses y tomado de un sueño de mi novia- lo había pensado con otro título y para otro volumen de cuentos, pero que luego de revisarlo y compartirlo, decidí que debía estar. En cambio, hay otros que han sido escritos hace tiempo atrás, como Unicornios, y que decidí integrar para, en este caso, intentar eso tan difícil que es lograr un cuento medianamente “feliz”.

En el caso del cuento más largo, Diáspora, intenté otra cosa, busqué otro efecto: la idea era ver qué pasaba, y qué me salía si condensaba una novela que tengo escrita -casi terminada- en un relato. Salió eso; de ahí tantos nombres de personajes, y como un retardo en las acciones del protagonista; ahí sí, quería demorarme en la escritura de un relato donde por ejemplo los personajes aparecen pero casi como un decorado, porque el argumento pasa por otro lado. De hecho, un amigo escritor que lo leyó me dijo que había muchos personajes nombrados, y que le parecía que no prosperaban, que no sabía hacia dónde iban o para qué estaban; cuando consulté si eso entorpecía la comprensión de la historia, me dijo que no, entonces le comenté lo de la novela condensada y que estaba hecho adrede lo de los nombres.  Quizás más adelante, esa novela, cuyo título es Diáspora, pueda ver la luz y se cierren algunas cosas que acá, en el cuento, quedan sin explicación o, mejor, sin lógica.

– Ya venías trabajando con el género cuento, publicaste El brillo gemelo en 2016. Este nuevo libro: ¿cómo se relacionan con los anteriores?

– Lo que diga acá puede ser refutado o no con total libertad y tranquilidad; cada lector carga motivaciones, expectativas y lecturas anteriores que aplica a cada texto que cae en sus manos. El brillo gemelo salió en 2016; La quimera, en 2009. Me considero un cuentista sobre todo; tengo bastante escrito pero por momentos pienso que dentro de temáticas diversas y con elementos y personajes y tramas diferentes; tal vez es lo que uno quisiera hacer o cómo quisiera ser leído, aunque no haga más que estar apresado y repetir siempre lo mismo; como ya dijo alguien, no se puede escribir literatura más que repitiendo obsesiones, disfrazándolas.

Sí, en La joroba del Edén, hay otra vez algunos personajes oblicuos, desplazados, a quienes les suceden cosas que estiran la realidad. El jugador podría leerse como una patología, pero creo que hay escondido un manifiesto sobre la diversidad, las formas del amor, que son tan múltiples como ciertas; en Maniobras se puede ver un reverso del amor; cuánto se conoce al conocido, y cómo se acomoda y entiende la vida de alguien a partir de un acto deleznable. En El aniversario de Artemisa hay un flirteo con el policial, pero lo que me interesaba trabajar ahí es la mente de quien no pudo superar algo tan simple como un rito social.

Para responder la última parte de la pregunta, creo que hay rupturas en cuanto al abandono, en este último libro, de lo que algunos lectores y escritores mencionaron como cuento ensayístico, como podía ser La respuesta y El prólogo o la sinceridad de una indagación, de El brillo gemelo, o La quimera y Los traductores, del libro La quimera.

– ¿Hay algún elemento que funciona como clave de unidad en La joroba del Edén? Además, nos da curiosidad el título del libro: ¿hay una clave de lectura en el título? 

– En un cuento, que no develaré cuál, hay una clave mínima aunque explícita que define, da sentido al título. Gabriel Pantoja, que hizo la contratapa, alude justamente a una posición, otra vez, lectora: ingresar a los cuentos del libro en forma oblicua, agachados, jorobados, porque en algún momento, cambian las reglas; hay que detenerse en los detalles, o en el mismo suelo, contorsionado, mientras se lee, sigue Pantoja, y esa imagen me pareció muy ilustrativa como crítica. Me hace acordar a los dibujos endebles y a uno o dos trazos de los hombrecitos de Kafka.

Creo que no hay un género que unifique; hay algo de policial, de extraño, de realista, de hecho uno se topa con La educación sentimental, cuento de argumento pedagógico, realista, luego de atravesar El jugador; ahí se le queman las previsiones al lector, y creo que busqué -no sé con qué grado de certeza y exactitud- un libro desparejo, heterodoxo, donde cada cuento te saque y haga olvidar del anterior. Diáspora podría concentrar ese tono apelmazado, lento, realista, pero al mismo tiempo quiere ingresar en lo extraño, en la posibilidad liminal de algo entre imposible y veraz. No me gusta lo que leí de César Aira, pero, como sucede a veces, tal vez he mezclado algunas cuestiones que él mismo hace en sus novelitas; olvidarse de las tramas o de algún personaje, poner embudos de sentido que luego no prosiguen, atar una cosa con otra en algo desopilante; quizás hasta podría gustarle Diáspora que, en el fondo, es un homenaje al pasado y a la vez un cuento melancólico.

El efecto de lectura que busco acá es el del libro de cuentos que te desampara en tus previsiones, te desajusta; pienso en Cuentos de amor de locura y de muerte, de Quiroga, en Los padres de Sherezade, de Guebel, y hasta en La luz de un nuevo día, de Hebe Uhart; en ellos te topas con historias tremendamente bien contadas, trompadas psíquicas, pero otras te bajan la adrenalina, y te parecen historias no hechas para esos libros; esa oscilación, en esta etapa, me gusta, son como empujones o advertencias para que la experiencia lectora prosiga; luego uno saca la conclusión del conjunto, de cuentos, pero el viaje ya está hecho. Después claro, hay también otros autores que no pueden dejar de dominar su propio pulso, y uno ve en cada párrafo el estigma de su profundidad y alma; pienso en los últimos libros de cuentos de Onetti, o en Kafka mismo, hasta el truculento sabor que no puede abandonar Silvina Ocampo.

– ¿Nos podés decir algo del arte de tapa? ¿Participás en el diseño o es algo que te resulta ajeno?

– Me gusta participar -en lo posible- en el arte de tapa de mis libros. Suelo pensar al libro con la portada. Pasó con La quimera, donde la tapa es la foto de un actor con ese engendro sobre su cabeza, que remite a la cita de Baudelaire al principio y dan algunas orientaciones de lectura; con El brillo gemelo intervine para dar mi opinión sobre lo hecho por el editor, ante su consulta; en La Joroba del Edén sí tuve presente la tapa del libro cuando vi una fotografía de mi viejo, que es fotógrafo de fuste aunque él se considere un amateur. Cuando vi esa imagen, que es más incógnita que el propio libro de cuentos completo, dije “ésta será la tapa”; encima encontré una joroba blanca y negra, o yo quise ver eso. Ya no había excusas para dejar el título y terminar de cerrar el libro.

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Víctor Maldonado: “La ciencia ficción es la manera de anticiparse o resignarse a lo que vendrá”

“El forastero nació como una necesidad de expresarme de una manera nueva, descontracturada; es mi grito de la medianía de la vida”, dice Víctor Maldonado al hablar de su primer libro publicado.

Tal como se señala en la contratapa, “El forastero es un libro misceláneo. El cuento, la poesía y la meditación se dan cita en una polifonía más que singular. No obstante, una cosmovisión de sesgo latinoamericano cohesiona la variedad de géneros que recorren de principio a fin”.

En esta entrevista repasa sus primeros acercamientos a la lectura y la escritura y recuerda sus primeras creaciones vinculadas a las historietas. “Escribir es connatural a mi, no puedo explicarlo de otra manera”.

-¿Cuál es tu recuerdo de cuando empezaste a leer?

-No tengo un recuerdo claro de cuándo comencé a leer; de hecho, desde mi punto de vista, la lectura es un hecho simultáneo con la conciencia de vivir (hay patio grande en un día cálido, y un cielo azul y una paloma que lo cruza allá en lo alto; luego, voy a ver a mi madre, porque de alguna manera sé que está trabajando en el local que da a la calle, y allí siempre hay revistas para hojear). Y es que aún antes de leer un libro, ya deletreo algunas palabras.

-¿Qué fue lo primero que escribiste y por qué tuviste ese impulso?

-Mis primeros escritos tenían el formato de historietas. Creaba historias, hacía los dibujos, les agregaba los diálogos. En esa época la presencia de historietas era todavía fuerte. Un buen día, allá por 1983, escribí un cuento que presenté en una reunión de la Sade (Sociedad Argentina de Escritores). No recuerdo de qué trataba, pero sí que no fue bien recibido por un miembro del grupo. Así que me asusté y no volví más.

Lo que me llevó a escribir historietas y cuentos (pese al susto, nunca paré de escribir) es un impulso que siento en el pecho, algo cálido y urgente que aparece en mi seno hasta el día de hoy. Escribir -y todo lo que implica- es connatural a mi ser, no puedo explicarlo de otra manera

-¿Cómo se fue gestando El forastero? 

El Forastero nació como una necesidad de expresarme de una manera nueva, descontracturada. Por eso consta de dos partes, y esas partes de cuentos y poesías y reflexiones. Hubo una urgencia de expresión libre, cuasi juvenil, de congregar escritos sueltos “viejos”, nuevos y alguno que otro escrito al efecto. El Forastero es mi grito de la medianía de la vida.

-¿Qué lugar tiene el género de ciencia ficción en tu vida y en tu obra?

-El género de ciencia ficción ocupa un lugar muy importante en mi vida. De él me nutro, como antaño, no sólo por lecturas, sino también con buen cine (Bladerunner, 2001 Odisea del espacio,  Horror en el espacio, etc.) Y la música (Kraftwerk, Vangelis, Jarré). La C.F. es prospectiva trabajada en el hoy, el bocadillo que se saborea antes de ser comido, la manera de anticiparse o resignarse a lo que vendrá.

-¿Qué significa publicar, formar parte del catálogo de una editorial independiente?

-Publicar en una editorial independiente es un paso importante en la vida de un escritor, es sentirse de alguna manera hermanado con los que forman parte de ella y sufren las vicisitudes del mercado y de la era de la imagen. Es sentirse un poco menos solo, mientras el alma discurre hacia ese futuro posible (terrible, quizá, por su carácter contingente) que la ciencia ficción bien sabe anticipar.

 

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María del Carmen Marengo: “La realidad como una experiencia fantasmal, llena de interrogantes, es clave en mis relatos”

La escritora cordobesa María del Carmen Marengo aclara en el inicio de esta entrevista que el libro que acaba de publicar Los fantasmas y los niños (Ed. Cartografías) no se trata de cuentos de terror, como el título podría llegar a sugerir. El título de este libro tiene que ver con una recurrencia en sus relatos: encontró que en casi todos los cuentos aparecen niños, o se conjura una memoria infantil. “A la vez, algo que me interesa mucho como materia narrativa es la imposibilidad de establecer exactamente qué pasó, cómo ocurrió determinada situación, la realidad como una materia evanescente, confusa, secreta es como el punto clave en la mayoría de estas historias. Por eso tomé el título de uno de los cuentos, “Los fantasmas y los niños”, que me parece da cuenta de lo más general, lo que atraviesa todo el libro: la realidad como una experiencia fantasmal, llena de interrogantes y de espacios sin cerrar, y los niños, que son quienes mejor pueden representar ese extrañamiento ante el mundo”.

Marengo es Licenciada en Letras Modernas por la Universidad Nacional de Córdoba, donde se desempeña como profesora. Con una extensa trayectoria, publicó los libros de poesía El fuego invisible (2001), El camino de los ángeles (2003), El libro de los jardines y los abismos (2007), La vida numerosa (2014), la nouvelle El legado (2010) y los ensayos Curiosos habitantes. La obra de Bustos Domecq y B. Suárez Lynch como discusión estética y cultural (2014) y Geografías de la poesía. Representación del espacio y formación del campo de la poesía argentina en la década del cincuenta (2006).

-Contame de tu último libro, Los fantasmas y los niños: ¿cómo surgió?

-Es un libro que ha ido formándose con el tiempo, a lo largo de casi un par de décadas. Algunos cuentos tienen muchos años, otros son más recientes. En un momento, incluía mi nouvelle El legado (que luego tomé la decisión de publicar individualmente), y algunos cuentos no estaban escritos todavía. Tampoco tenía este título. Luego, con el ingreso de cuentos más nuevos, decidí quitar algunos muy viejos, que ya no me convencen, hasta incluir un conjunto que me parecía más o menos homogéneo.

-¿De qué dirías que trata? ¿Qué temas abordás?

-Como es un libro que ha ido formándose con el tiempo, las temáticas son diversas. Antes que nada, quiero aclarar que no se trata de cuentos de terror, como el título podría llegar a sugerir (género que está un poco en boga). A la hora de darle un título al libro, busqué una recurrencia, algo que pudiera englobar todo el conjunto, y lo que encontré es que en casi todos los relatos aparecen niños, o se conjura una memoria infantil. A la vez, algo que me interesa mucho como materia narrativa es la imposibilidad de establecer exactamente qué pasó, cómo ocurrió determinada situación, la falta de elementos con que nos encontramos cuando queremos reconstruir un acontecimiento en base a la memoria o en el presente incluso, esos vacíos que al conocimiento nos presenta la realidad; la realidad como una materia evanescente, confusa, secreta, es como el punto clave en la mayoría de estas historias. Por eso tomé el título de uno de los cuentos, “Los fantasmas y los niños”, que me parece da cuenta de lo más general, lo que atraviesa todo el libro: la realidad como una experiencia fantasmal, llena de interrogantes y de espacios sin cerrar, y los niños, que son quienes mejor pueden representar ese extrañamiento ante el mundo.

-¿Cómo fue el proceso de escritura?

-Generalmente cada cuento surge a partir de una anécdota que alguien me cuenta, o de algo que he vivido. De pronto veo que hay ahí un cuento, a veces puede ser inmediatamente después de escuchar la historia. A partir de ahí el relato se va armando casi solo. Suelo tener muy claras desde antes de comenzar a escribir las estructuras externas y narrativas del cuento. Y luego empieza a surgir el lenguaje, las frases, las oraciones, párrafos enteros. Antes de sentarme a escribir tengo que tener claro todo esto, tengo que escuchar en mi cabeza las oraciones que van apareciendo de manera fluida, casi como un dictado. Si esto no pasa así, no hay forma. No se puede luchar contra lo que no sale. Y con los cuentos que son puramente imaginarios es más o menos igual, tengo que tener clara la estructura de la historia y “escuchar” es voz que se va formando. Luego, por supuesto, hay que corregir y corregir. En este punto son importantes las lecturas generosas de los demás. Amigos como Fernando Degiovanni, Jorge Aguilar Mora, Gustavo Giovannini, Fernando Bono leyeron e hicieron importantes sugerencias. También mi esposo, Walter, hizo sus lecturas y me ayudó a definir cuentos como “Franco” o “El diablito”. Luego, ya en pleno proceso de edición, Leopoldo Brizuela, a quien agradezco su generosísimo comentario de contratapa, también hizo sugerencias que denotan su profesionalismo y su oficio.

-¿Cómo trabajás a tus personajes?

– Con respecto a los personajes, tengo que imaginar sus características ya más específicas, elaborar las motivaciones por las que hacen lo que hacen. Hay que tratar de utilizar palabras muy precisas, muy certeras ya que en un cuento no hay tanto espacio para profundizar la psicología de los personajes, como en una novela. Y a la vez, en un cuento que es puramente imaginario, como “Diciembre, 2000”, me inspiré en alguien que conozco para caracterizar al personaje principal. No en su proyecto de rebelión pero sí en algunas características de vida.

-¿Por qué te interesa el mundo de las familias?

-No sé si me interesa tanto literariamente el tema de las familias. Me interesa la relación padres-hijos, eso sí. Aunque no es algo que haya tenido en cuenta concientemente en la confección del libro, creo que está en algunos relatos. Como por ejemplo el tema de la adopción, al que hay dedicados dos cuentos, “Franco” y “La caja madre”.

-¿Qué encontrás de atractivo en los paisajes rurales, en el tono de otros tiempos?

-Por un lado, yo nunca viví en el campo, pero mis abuelos, mi padre mismo cuando era chico sí, de modo que siempre escuché hablar del campo, de gente que había vivido en el ámbito rural. Por otro lado, más que los espacios rurales, me interesan los pueblos en tanto que presentan un modo de socialización de la vida privada que nos pone ante la incertidumbre, o ante la casi imposibilidad de reconstruir una verdad. Porque todo el mundo habla de lo que le pasó a todo el mundo, pero todos aseguran cosas diferentes, muchas versiones tiene su contra versión. Eso me parece muy interesante. La vida de los pueblos nos pone ante un problema esencialmente filosófico: ¿cuál es la verdad? Hay una conformación de la episteme allí, donde cada uno elige qué o a quién creer. Bueno, allí donde cada uno elige qué o a quién creer a mí me queda siempre un gran margen de incertidumbre. No me parece casual que muchos de los escritores que trabajan con la problemática de las versiones, que construyen sus obras en esa polifonía o ese collage, sean gente que ha vivido en pueblos (como Puig, Saer, Piglia, Andruetto).

Y luego hay quizá una razón más personal y más profunda: mi familia no es de intelectuales o de profesionales. Provengo de una familia de clase trabajadora, mi papá era empleado de la usina y mi mamá es ama de casa. Ellos me educaron para que estudiara, para que tuviera una profesión, siempre me compraron libros. Indudablemente no era Letras la profesión que esperaban, pero aun así respetaron y apoyaron mi elección. De todos modos, es raro para mí esto de escribir, de dedicarse a escribir y a leer. Entonces, quizá sea un modo de vencer esa extrañeza, esa ajenidad de clase, el volver a los relatos, los espacios, los tonos del lenguaje conocidos, los que formaron parte de mi infancia, de mi historia y la de mi familia. Porque creo que lo que gravita aquí, en los relatos del libro, es el lenguaje de esa región tan particular que es la Pampa Gringa. No todos los relatos del libro se ubican espacialmente en un pueblo o en el campo, algunos presentan un espacio urbano. Pero creo que es el tono, el lenguaje de la clase media baja en la llanura lo que les da ese marco aparentemente pueblerino o rural.

-¿Cómo se vincula con tus otros libros?

-Los niños aparecen, aunque de una manera más simbólica, en El camino de los ángeles. Creo que en general hay un tono pueril en ese libro y en el anterior, El fuego invisible, que es mi primer libro publicado. Luego, los temas de la maternidad y de la prematurez están en La vida numerosa (Editorial Cartografías), y aquí reaparecen en “La caja madre”.

-¿Sentís que tu libro dialoga con el de alguna otra escritora cordobesa?

– Autoras como María Teresa Andruetto en sus novelas o Lilia Lardone en Puertas adentro, trabajan sobre la zona cultural de la Pampa Gringa. En el caso de Andruetto también hay una indagación sobre los vacíos, los puntos oscuros que pueden presentar las distintas historias. Luego, Eugenia Almeida, en El colectivo, también logra una representación muy eficaz de las relaciones, los tipos de personajes y los modos de resolver situaciones en un espacio pueblerino de la llanura ubicado entre las décadas del 60 y 70, espacio-tiempo que es afín a mis relatos. En este caso, hay una afinidad más profunda, y es el modo de representar la tragedia social, la tragedia de la Historia como algo subsumido bajo las capas de lo cotidiano y de la vida personal pero que en un punto emerge de una manera rotunda o secreta. Ese peso de la Historia en lo insignificante de la vida es algo que me interesa mucho, más aun que la grandeza de la Historia en sí.

-¿Por qué elegiste a Cartografías para editarlo?

– Conozco a la gente de Cartografías desde hace mucho tiempo y sé de su seriedad, profesionalismo y lo buenas personas que son. Yo ya había publicado mi libro de poemas La vida numerosa en este sello y fue una muy buena experiencia. Con los cuentos sucedió que le envié uno de ellos, “¿Te acordás de Gustavo Sanmarino?”, a Jorge Esteban Musolini, por bromear con la temática de las telenovelas del pasado, y él a su vez, sin decirme nada, se lo envió a Pablo Dema, quien lo publicó en el suplemento cultural del diario Puntal el 26 de marzo de 2017. A partir de ahí comenzamos a conversar sobre la publicación del libro en la editorial. Y verdaderamente se trabajó muy bien con la edición, con mucho cuidado, paciencia y esfuerzo para que todo saliera bien.

 

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Oscar Aimar: “A los siete u ocho años emprendí la reescritura de La guerra y la paz”

Oscar Aimar reconoce que su verdadero amor es la lectura. Y atribuye a su padre como fundante en su vínculo con los relatos. “Mi viejo nos contaba, en versión libre, la Illíada y la Odisea y, de esa manera, casi sin énfasis, nos mostró que la ficción puede ser importante en la vida de la gente. Después de eso, nunca pude dejar de leer”, recuerda. En esta entrevista, Aimar ofrece una infidencia. “A los siete u ocho años emprendí la reescritura de La guerra y la paz, un libro del que también nos hablaba mi padre. A diferencia de Menard, mi texto debía ser otro y mejor que el de Tolstoi”, dice.

Memorias de la inocencia, y otras trampas es su primer libro publicado, que se presenta este 15 de diciembre en el espacio de El Andino, en Río Cuarto. En este libro, editado por Cartografías, se dan cita relatos que se apropian del género policial, otros que indagan los enigmas de la prosa del mundo, fragmentos autobiográficos, ensayos que dialogan y discuten con clásicos de la literatura nacional y universal.

-¿Cuándo nació su amor por la escritura?

-El amor que merece llamarse así es el amor por la lectura. Mi viejo nos contaba, en versión libre, la Illíada y la Odisea y, de esa manera, casi sin énfasis, nos mostró que la ficción puede ser importante en la vida de la gente. Después de eso, nunca pude dejar de leer. El pasaje de leer a escribir es un gesto personalista, de ocupación del proscenio, no siempre digno, pero, en algunos casos, inevitable. Uno lee y lee y, de pronto, cree entender que también tiene algo que decir. Y casi nunca es cierto.

-¿Qué fue lo primero que recuerda haber escrito?

-A los siete u ocho años emprendí la reescritura de La guerra y la paz, un libro del que también nos hablaba mi padre. A diferencia de Menard, mi texto debía ser otro y mejor que el de Tolstoi. Puse el título en letras mayúsculas, escribí una frase, y di por terminada la obra. Mi versión tenía al menos una virtud que el original no tiene: la brevedad.

Ese esfuerzo me dejó exhausto. Reaparecí varios años después, en la adolescencia, con algunos cuentos que me valieron el acercamiento a aquella SADE de Juan Floriani, Carlos Mastrángelo, Susana Michelotti. Después fue la incursión por los medios locales: El Pueblo, La Calle, Puntal, algunas revistas, algunos concursos… Pero ya se sabe que los concursos están todos arreglados, excepto los que gana uno mismo.

 

-¿Cómo surgió Memorias de la inocencia, y otras trampas?

-El libro como tal  surge de la imaginación  desaforada de José Di Marco, y de su consecuente generosidad. Antes de su propuesta  de publicación, no había un libro, sino una cantidad de textos acumulados y dispersos, que habían sido publicados en algunos diarios y revistas, y ni siquiera todos ellos. La propuesta de Cartografías me obligó a reunirlos y advierto que esa vecindad les presta una voz nueva inexistente antes, durante la diáspora.

-¿De qué diría que tratan los relatos de este libro?

-Aunque más no sea porque antes se podía inquirir sobre el tema de cada relato o ensayo, y nada más; ahora tiene derecho el lector de preguntar cuál es tema del libro. Si tengo que contestar diría que el libro, a pesar de ser una “silva de varia lección”, como le decían los clásicos a las misceláneas, tiene un tema común, y ese tema es la escritura.

Por debajo de ese plano, si se quiere  como excusas para desarrollar la escritura, aparecen algunos relatos cortos, algún cuento policial, ciertos ensayitos con tendencia a la polémica…Todos esos temas parciales funcionan, espero, como pre-textos del texto.

-¿Sus disparadores son acontecimientos vividos por usted? ¿cómo los elabora para volverlos de interés literario?

-Algunos textos se disparan a consecuencia de episodios vividos, o vistos, pero se diferencian  pronto de la realidad. Tengo una imaginación muy desagradecida: aun cuando se apoye en lo real, enseguida lo tergiversa, lo falsifica, lo contradice, como si hubiera una decisión inconsciente de afirmar la autonomía de los espacios de ficción.

A otros los desencadenan presuntos hallazgos en la lectura, casual o reiterativa. En unos pocos hay una previa elección de un género en que incursionar y una elaboración más deliberada dentro de esos límites.

En cuanto al interés literario, creo que no hay hecho en el mundo que no sea susceptible de tenerlo, si uno encuentra la forma apropiada. Truffaut dijo: “No hay grandes temas, sino grandes tratamientos”. Más modestamente, podría decirse que no hay temas, sino tratamientos.

-¿Con qué autores siente que su libro dialoga?

-De manera más inconsciente o más lúcida, más explícita o más secreta, lo que escribo debería dialogar con todos los autores que he leído; porque en general acepto interpelaciones de todo lo que leo. Pero no creo que ocurra, sería demasiado. El objetivo de máxima sería encontrar una voz propia que sin embargo diera cuenta de que aquí escribieron Borges, Saer, Piglia, José Bianco, Aira y todos los otros. Otra imposibilidad, al menos para mí.

Con Borges pasa que, como me dijo Di Marco hace poco, tenía  mucho oído. Por eso  ha escrito con moldes prosódicos muy seductores, que como además son de fácil traslado a la oralidad, se le pegan mucho a quien lo lee. Y después uno termina volcando sus propias ideas en esas formas aprendidas. Sería mejor que eso no pasara, pero la tos y las influencias son imposibles de disimular.

-Escribe desde hace muchos años: ¿Por qué eligió publicar ahora y con Cartografías?

-Nunca me desesperé por publicar. Sin darme cuenta ejercitaba cierto fatalismo oriental: “Siéntate en la puerta de tu casa, y verás pasar caminando a tu editor”. Y un día pasó. Le di mis escritos a Cartografías, básicamente, porque Alfaguara y Mondadori no mostraron ningún interés (se ríe). Pero también porque me parece un espacio digno, donde voy a estar en buena compañía. Y porque es un emprendimiento generoso, hecho a pulmón, alejado de las candilejas y de lo crasamente comercial, coherente con la idea que tengo de la escritura.

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Mario Rufer: “La única forma que encontré para enfrentar la angustia de la migración es escribir”

 

Mario Rufer nació en un pueblo de la pampa gringa, hace quince años que vive en México, donde enseña Historia. En esa frase biográfica podría sintetizarse el camino del autor de La raíz de los helechos, editado por Cartografías. En una conversación en un bar de la ciudad de Buenos Aires, en una breve visita de Rufer en la Argentina, habla del origen de sus relatos, de las lecturas que le permitieron narrarse de este modo, de la extranjería que lo conforma y de por qué cree que este libro es un modo de estar volviendo.

-¿Cómo surge este libro?

-Surge de un viaje que hice en 2015. Tuve mi primer año sabático en la universidad en México y decidí venir a la Argentina, una decisión que si bien fue pensada, no tomé en cuenta la dimensión que tenía ese viaje en mi propia experiencia. Tenía que ver con retornar a la Argentina, en un tiempo largo, no de vacaciones o de visita, después de 14 años de estar fuera. Fue una experiencia muy fuerte porque me conectó directamente con lo trágico de la migración, trágico en el sentido más clásico de la palabra: eso que es agónico, que no se resuelve, que siempre está con uno. Creo que eso es la migración, que por su puesto tiene un costado maravilloso y liberador pero otro complejo e irresoluble; y la única forma que encontré para enfrentar la angustia, las preguntas constantes, tuvo que ver con escribir, narrar algo que me conectara con pequeños episodios de mi historia.

-¿De qué tratan los relatos de La raíz de los helechos?

-En parte, de la infancia y de la extranjería. Los episodios más fuertes de mi vida. La experiencia de relatar lo que uno va aprendiendo y que se reúnen en distintos registros de escritura.

-¿Cómo surge el título?

-Primero lo quería titular La galería de los helechos, porque en los relatos está presente la galería interna del patio de la casa de mi abuela paterna, en la cual había muchos helechos en macetas enormes que, de algún modo, escenifican el espacio donde empecé a leer y a escribir. Fue el primer lugar en el que fui libre. Pero además era mi refugio, porque eso eran mis abuelas, las personas con las que me crié, y a la vez eran el refugio contra la autoridad materna y paterna. En esa galería tejían, planchaban, se narraban las vidas de todos. Ahí escuché las historias familiares y del pueblo. Historias que, después entendí, no eran sólo anécdotas. Estaban conectadas con la historia de la nación, del país, y sobre todo con sus silencios y secretos –sobre lo que siempre he escrito como historiador. Pero había algo en ese título que no me cerraba del todo porque yo quería jugar también con los códigos de lengua que me componen: argentino, piamontés y el castellano de A veces cuando no sé qué hacer me refugio en diccionarios. Decidí ir a viejos diccionarios de botánica, me encantan los diccionarios como objetos, y uno específico del siglo XIX me dio la clave: busqué la palabra “helecho” y encontré allí la definición que aparece como epígrafe al inicio del libro, donde se dice que los helechos son plantas que tienen raíces adventicias, que no crecen debajo de la tierra sino que pueden hacerlo en cualquier lugar de la planta, en el tallo o en la superficie. Y eso era lo que yo quería decir en todo el libro: que uno tiene raíces que no necesariamente se afincan a la tierra, al territorio, sino que uno las va haciendo nacer de uno mismo, del cuerpo, de la piel, de la lengua. Me di cuenta de que era el título el que me había adoptado a mí. Por eso quedo La raíz de los helechos.

-En estos relatos hay una fuerte presencia de objetos: ¿Qué simbolizan en tu escritura?

-Un poco antes de venir, ese año yo estaba haciendo trabajo de campo en museos muy pequeños en México, museos comunitarios que la gente construye en pueblos alejados de la capital donde vivo. Y recuerdo una entrevista con don Anselmo, un campesino de Zacatecas. Yo le preguntaba por qué había tantos objetos detallados y me respondió: “porque la memoria no le pertenece a las personas, le pertenece a las cosas, no es nuestra”. Y cuando escribí los dos primeros cuentos, el de la patalargas y el de los dedales, que eran dos objetos muy fuertes en mi historia de niño, me di cuenta de que es, en efecto, en los objetos en donde yo anclaba mi propia memoria y mi experiencia como sujeto: los dedales, la muñeca, los mapas, los archivos. Y supe que ese era un eje que me recorría y podría ser como articulador del libro.

-¿Cómo fue el trabajo para lograr ese registro lingüístico, que remite a expresiones del pueblo y del piemonte?

-Nací y crecí en un pueblo de la provincia de Córdoba que se llama General Cabrera. Soy nieto de inmigrantes italianos y suizo-alemanes. Pero también soy el nieto de un secreto. Y el código lingüístico es un diacrítico diferenciador muy claro. Siempre se habla del piamontés  como una lengua que se está perdiendo en esos pueblos, con una especie de nostalgia. Y todo eso es cierto. Pero también es cierto que es una forma de diferenciar a los migrantes europeos de los criollos, de los descendientes de los gauchos, de los que viven “del otro lado de las vías” y que nunca descendieron “de los barcos”. De eso casi no se habla. Es paradójico porque una lengua muy marginada dentro de la propia Europa funciona como una forma de diferenciación con respecto a quienes tenían la prosapia de la extranjería y quienes no. Mis abuelas hablaban permanentemente en piamontés y eso está presente en el libro como una forma de contrapunto entre el lenguaje que heredé y el que fui adoptando por mi propia migración.

-Contame cómo es que de niño te quedabas un poco afuera de esas conversaciones hasta que pudiste aprenderlo

-Eso es algo que se repite mucho en los pueblos de la pampa. Mis abuelas se juntaban a tomar mates todos los días, todas las siestas y hablaban en piamontés para que yo no entendiera lo que decían. En realidad no se dieron cuenta de que yo empecé a entender y entendí mucho más de lo que ellas hubieran querido. Y desde niño vi una cosa que comprendí mucho después: también el piamontés era una forma de excluir a mi abuelo paterno, que era un personaje particular porque era el primogénito de una familia de alemanes, pero surgido de una relación extra-marital de mi bisabuela, una ilegitimidad también visible en el cuerpo: era moreno, bajito, llevaba el signo de la diferenciación desde muchos lugares. Era importante que mi abuelo no comprendiera ese habla familiar. Y yo no entendía primero por qué se empecinaban en hablar en piamontés si ese era un código ajeno al nono al que siempre, siempre, recuerdo callado. Ahora me queda clarísimo: el abuelo también era “el niño”, minorizado, excluido, silenciado. Crecí con esa imagen que está presente todo el tiempo en el texto y tematizado como una forma de exclusión. Quizás por eso ese abuelo al que adoré, me marcó tanto en la vida. Creo que el libro es una forma de homenaje a él, que me enseñó muy tempranamente cómo se puede vivir con dignidad cuando se es diferente a los demás.

-Tus relatos tienen mucho humor: ¿cómo lo trabajaste?

-Creo que una la vida de las pampas, esa forma un poco aciaga en la que se traduce nuestra existencia en esa radicalidad del paisaje pampeano, en esa especie de aburrimiento con el que siempre se retrata la pampa, es contrastado con un modo de narrar que tiene que ver con la hilaridad y nuestro histrionismo, el de nuestros padres y abuelos. Puede haber una experiencia común pero sin embargo será narrada de una forma que excede a la propia referencia. No sé si estoy de acuerdo en que el paisaje de la pampa es aburrido, yo creo que es precioso, pero lo que es seguro es que su gente es divertida. Eso está presente todo el tiempo en los textos porque es la forma en que mis abuelos contaban: el humor en la exageración, en el gesto de la hipérbole, en el exceso. De pronto cuando llegué a estudiar a la ciudad de Córdoba y le narraba a mis amigos las historias del pueblo, ellos morían de risa por forma propia de narrar Y es eso. Yo heredé una forma de contar. En los lugares como el que crecí, es la narración la que dota de sentido lo que vivimos, más que el hecho mismo.

-Otra de las características de los relatos es que aparecen muchos intertextos y algunas referencias apócrifas: ¿Por qué los pensaste así?

-Quizá esa es la marca más original de lo relatos. Elegí una estrategia narrativa difícil: no es solo narrar una historia, sino también mostrar mis propios mecanismos de lectura, que en general no se hace en la literatura. No para explicar “qué quiere decir”  lo que se cuenta, eso es espantoso, sino para desnudar las cartas del juego, quiénes me habían posibilitado contar la historia de la manera en que lo estaba haciendo. Hay citas de autores, hay referencias a Borges, a Marai, a Rulfo, a Conrad… Todo el tiempo está la literatura que me ayudó a leer mis historias -sobre objetos, historias nimias de lo pequeño que es donde se revela el significado de todo, en los paisajes pampeanos, en los lugares de la infancia. Entonces ese doble registro está presente. Me gusta mucho lo que dijo el escritor y generoso amigo Federico Lavezzo, que escribió la contratapa: “El efecto que se produce es una expansión de la experiencia de lectura, como si un sutil ingenio abriese la tapa del piano en pleno concierto  dejando a la vista el mecanismo. La música, lejos de interrumpirse, resuena más límpida”. Me gustó esa imagen de dejar ver los mecanismos con los que uno lee y escribe. Creo que sin pensarlo, iba por ahí.

-El libro está dedicado a Susana Adamo: ¿quién fue para vos?

-Ella fue una de mis profesoras de Literatura en la secundaria, en Cabrera. En realidad, es una forma de dedicárselo a las mujeres que me enseñaron a leer. Y lo digo enfáticamente, porque fueron mujeres las que me enseñaron a amar los libros en ese pueblo. Susana resume metonímicamente a las maestras y profesoras que me formaron. Ella era una enorme profesora de Literatura, maravillosa y apasionada, que podía, por ejemplo, enseñarnos a Sor Juana y a Alfonsina Storni junto con un rap feminista y eso hizo posible que nosotros, con 13 o 14 años, tuviéramos ganas de leer a Sor Juana, que una poeta novohispana fuera relevante, que nos “dijera algo”. Además, en mi casa no había libros. Yo soy descendiente de una familia de chacareros empobrecidos, migrados al pueblo, con una madre peluquera y un padre bancario, laburantes, que no fueron a la universidad, pero que me criaron con mucho amor y que, sobre todo, respetaron mis inclinaciones. Les debo a mis padres la sagacidad de entender  tempranamente mis intereses y cuando supieron que me gustaban los libros, me compraron los que quería. Pero fue la escuela la que acomodó ese montón de libros y me armó una biblioteca en la cabeza. No cualquier escuela, sino la escuela pública argentina, laica y gratuita. Esa escuela se llama Instituto Jerónimo Luis de Cabrera y mi propia trayectoria es inexplicable sin ella. Esa escuela me permitió imaginar, me ayudó a jugar, me enseñó la libertad y me donó un mundo que no existía en mi destino.

Rufer en la presentación de La raíz de los helechos

 

Un extranjero en Buenos Aires

Mario Rufer, pese a que se formó en la ciudad de Córdoba y allí tiene sus vínculos personales y profesionales más cercanos, eligió pasar su año sabático en Buenos Aires. “La elección de Buenos Aires tuvo que ver con cumplir un seño, un deseo. Siempre me consideré un extranjero en la capital de mi propio país, como de algún modo somos todos los provincianos. Todos los países de Latinoamérica se gestan con una diferenciación muy grande entre la capital y el interior, pero en la Argentina eso tiene un sello muy particular: toda la codificación histórica de nuestras diferencias sociales y culturales, tienen que ver con la distancia puerto-interior. Y para los provincianos, venir a Buenos Aires de algún modo tiene un desafío, algo de amor odio, una relación tensa, aunque sea en el imaginario. Porque quizás nunca vivimos en Buenos Aires y sin embargo sus calles, el Río de la Plata, su tono, está en todo: en los libros de historia, en la gauchesca, en el tango, de muchos modos nos obligaron a estar ahí. Entonces dije: nunca viví en la capital de mi país y quiero hacerlo por un rato. Y fue maravilloso.A su vez, era una forma de retornar sin volver a un mismo paisaje, era volver de otra manera a mi propio terruño, con otras referencias”.

 

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Gastón Molayoli, sobre La máquina gigante, un libro que contribuye a una definición del cine contemporáneo

Gastón Molayoli nació en Río Cuarto, Córdoba, en 1984. Es Comunicador Social y Director del Centro Cultural Leonardo Favio, donde es responsable de la programación cinematográfica desde 2012. Escribe regularmente en el sitio Métropolis, ciudad de cine, participó del libro colectivo Diorama, ensayos sobre cine contemporáneo de Córdoba (comp. Alejandro Cozza), y actualmente es columnista del programa de televisión Contraplano. Entre 2005 y 2015 participó como actor de cinco obras de teatro con el grupo Los siete locos. Desde 2012 coordina el taller Diálogos sobre cine en el Centro Cultural El Mascaviento. Palabra autorizada para hablar de cine en La máquina gigante, este libro que fue editado por Cartografías. En esta entrevista con el autor, él da detalles de esta obra que en pocos días estará disponible en las librerías. Su presentación oficial será en la próxima Feria del Libro Juan Filloy, en Río Cuarto.

cine
Gastón Molayoli

-¿Cómo surge la idea de este libro?

La idea de hacer este libro no es mía, sino de la Editorial Cartografías. Ellos vieron en los textos que publiqué estos últimos años en Metrópolis algo que yo no había visto: la posibilidad de cierta unidad. La mayoría de las veces escribía esos textos para seguir pensando sobre determinada película, para que siguiera reverberando, pero nunca como parte de una estructura mayor. Cuando la editorial me propuso hacer el ejercicio de reunir una serie de textos ya publicados para pensar en un libro lo primero que pensé fue que era imposible, que iba a ser demasiado fragmentario. Así que me puse a escribir textos nuevos, esta vez pensando en que, si bien podían mantener cierta autonomía, debían alimentarse mutuamente y formar un recorrido de lectura a través de temas que, desde mi punto de vista, contribuyen a una definición posible del cine contemporáneo.

-¿De qué trata La máquina gigante?

El libro está integrado por quince textos. Salvo dos o tres, los otros se concentran en películas puntuales y desde ellas plantean interrogantes que me permitieron pensar en algunas de las diferentes líneas que, como te digo, rodean y permiten establecer una cierta definición del cine contemporáneo. La idea es establecer un recorrido a partir de algunos temas: la representación de espacios periféricos, la ruptura que implicó la llegada de la tecnología digital y el modo en que redefinió la relación entre la imagen y lo real, la idea del espectáculo (una idea vieja pero vigente), la dimensión política del cine, el regreso de la idea de autor cinematográfico. Las películas sobre las que escribo fueron elegidas no tanto en función de un canon personal: no estoy diciendo que sean las mejores películas de los últimos años, aunque en algunos casos lo crea. Elegí escribir sobre ellas porque me permitían profundizar alrededor de ciertas ideas y ciertas lecturas que hacia el final, en el epílogo, de algún modo se hacen explícitas.

-¿Qué creés que le aporta a lo ya escrito sobre el tema?

Creo que el libro es consecuente con posiciones que en los últimos años se hicieron manifiestas (y por momentos asumieron el carácter de un manifiesto). Pienso por ejemplo, pero no únicamente, en El país del cine, el libro de Nicolás Prividera, en el que el autor reflexiona acerca de la dificultad del cine argentino de asumir lo político. Las películas sobre las que escribo en el libro, Cuerpo de letra, Mauro, el cine de Germán Scelso, por ejemplo, asumen esa dimensión, se hacen cargo. Y en algunos casos lo hacen desde un lugar emancipatorio. Estoy pensando, sobre todo, en las ideas de Jacques Rancière, un autor que no menciono en el libro pero que está muy presente en todo el recorrido. Y lo digo especialmente en relación a uno de los textos que más me gustan del libro, el que escribo sobre Cuerpo de letra. Me parece que en la película de D`angiolillo los grafiteros experimentan un placer estético que permanece ajeno a las relaciones de poder que determinan sus prácticas. El hecho de que tengan la necesidad de firmar cada pared, a pesar de que lo que dibujaron haya sido el nombre de un candidato, es la mejor demostración. En gran parte del libro me acerco a las películas también a partir del pensamiento de teóricos fundamentales como Deleuze o Comolli. De cualquier modo más allá de las referencias en general pienso en un lector que no tiene necesariamente una formación específica en cine.

-¿Hay apuntes específicos sobre el cine cordobés? ¿Qué nos podés anticipar en este punto?

En realidad casi no menciono el fenómeno del cine cordobés. Hay, eso sí, un ensayo dedicado a la filmografía de German Scelso, un documentalista de nuestra provincia, pero no lo elijo porque sea cordobés sino porque es uno de los cineastas del presente que más me interesan. Tiene una manera absolutamente artesanal de trabajar y también, quizás por esto mismo, anacrónica. No trabaja las imágenes desde la corrección estilística que está de moda. Es como si rechazara cualquier maquillaje que las adorne. Y eso hace que sus películas sean testimonios de un encuentro, con todo lo complejo que puede resultar, sobre todo si tenemos en cuenta que los que se enfrentan a su cámara son a veces miembros de su familia o incluso vecinos. La ausencia de películas cordobesas no es, de manera implícita, un juicio negativo: hay películas cordobesas que me gustan mucho, que me parecen valiosas, y otras que no. El cineasta que más me interesa es Scelso y por eso le dedico un texto. Durante el desarrollo de ese ensayo tampoco lo pongo en oposición o en consonancia con otros cineastas de la provincia, sino con documentalistas que trabajan de una manera similar u opuesta a él, como el norteamericano Frederick Wiseman o el israeslí Eyal Sivan. Por otro lado ya hay algunos antecedentes valiosos sobre el fenómeno del cine cordobés: hace algunos años Alejandro Cozza compiló un libro dedicado al cine cordobés en el cual participé con un breve ensayo (Diorama. Ensayos sobre cine contemporáneo de Córdoba) y la revista Cinéfilo, una revista cordobesa que está bárbara, también le dedicó un número a pensar el cine de nuestra provincia.