Hoteles
Pequeñas escenas cuyos núcleos se devanan en leves movimientos, imperceptibles capas, escenas en hoteles y otros lugares de paso, fantasmas que despiertan sin que nadie los convoque, y nosotros viviendo en la impresión de haber visto ya estas cosas, en permanente déjà vu. En el fondo de los personajes de Hoteles hay una conmovedora resignación y los relatos, enhebrados en la cita literaria o cinematográfica, remiten a otros relatos, porque no hay demasiada diferencia entre lo que se vive y lo que se ve, se escucha o se recuerda. Entre el asombro, la aceptación y el anonadamiento, las criaturas de Pablo Dema permanecen extrañadas frente al mundo, resistiendo la acechanza del sinsentido, un poco ajenas al suceder de las cosas, reticentes a entrar de lleno en la vida, y la escritura que las contienen logra de un modo misterioso los efectos que en un piano provocaría la sordina. Lo familiar y el extrañamiento, son entonces las constantes, como una de esas prendas amadas que uno usa hasta destrozarlas, siempre en busca de un relato que logre tocar la densidad del mundo. Así los protagonistas son sobre todo espectadores, oyentes de un cuento ajeno, seguidores de una cámara que filma, y en esa condición registran y consultan cuadernos para saber si la vida es eso que se ha vivido o lo que ha quedado en los papeles. Lo que resta, cuando todo está perdido es una pregunta por el significado de otra escena que permanece oculta, la del origen del dolor y de la pérdida, la que provocó un estado de desconcierto, de extrañamiento aplazado por la pereza y el abandono a lo inmediato: el aire fresco, la humedad en los pies descalzos que pisan la gramilla, la presencia masiva del cielo colmado de nubes… Me gustan estos cuentos de atmósferas, su escritura, su anécdota mínima y su expandida, exquisita, emotividad, y entre todos, uno especialmente, un cuento memorable sobre el perdón, que nos dice que podemos esperar mucho del hombre que lo ha escrito.
María Teresa Andruetto