Les compartimos el texto de presentación que el poeta Silvio Mattoni escribió para Retamas en la dimensión sin nombre, de Mariana Robles (una especie de continuación de su anterior poemario, El nacimiento de lo extraño, también publicado en Editorial Cartografías).

Sobre Retamas en la dimensión sin nombre, por Silvio Mattoni

Tal vez la escritura de poemas nunca se pregunte si está bien escribirlos, aunque no se trata de objetos que se presenten solos, sin la mano que los traza, que los acompañó en su origen. Se parecen más bien a flores que una oscura necesidad hizo surgir, no tanto para que algunas plantas sigan existiendo, quizás, sino más bien para llegar a una forma y convertir las cosas, algunas de ellas, en figuras que el azar no podrá reclamar. Pero no son tan libres como ellas, aunque se acuerden del color amarillo y de la intensa inocencia de algún campo, puesto que los poemas se atan, se adhieren a la mano que los escribe, y hacen así un lazo con otra mano, otra voz, que tal vez nunca rozará una página ni susurrará un verso mientras lo anota. Los poemas se escriben porque alguien más no los habría escrito, y el equívoco de haber nacido no puede descifrarse sin palabras, sin las imágenes que duplican el mundo.

El libro de Mariana Robles tiene dos partes ya en su título, esas plantas que pueden proliferar en ciertos lugares, que crecen a veces en abundancia, pero está también y sobre todo esa dimensión sin nombre, que es un lugar que no pertenece del todo ahí, aunque tampoco se ubica fuera del mundo, y en esa dimensión se realiza el viaje de la poeta y su madre, la imagen de su madre. Salen de viaje, pero más bien entran a unos recintos en la montaña, en busca de respuestas a preguntas bien distintas. La poeta quiere saber si escribir salva una presencia que se arma de recuerdos, imágenes y acompañamientos silenciosos. La madre, si las palabras se le abriesen de alguna manera, busca la naturalidad del afecto que convierta su tristeza en momentos luminosos. Los círculos que ambas atraviesan están poblados de seres tan legendarios como ángeles o hadas, o simples sueños de la conversación que no se tuvo, pero no faltan otros fantasmas, como otros poetas que siguen hablando y no existen más que en los libros: Dante, por supuesto, que no se nombra, pero que es el modelo del trayecto por círculos para sentir la experiencia de una compañía, de dos que se enseñan y se guían mutuamente; pero también Hölderlin, cuyos libros son tan puros y eficaces que nadie piensa que fueron escritos en el umbral de la desconexión total de su lenguaje.

Retamas en la dimensión sin nombre, de Mariana Robles.

Retamas en la dimensión sin nombre, de Mariana Robles.

Ahora bien, la dimensión no parece referirse tanto a una profundización infernal, una persecución de abismos, sino más bien a esa montaña que en su cumbre tiene una luz y que es preciso trepar para purgar los defectos, las fallas de la vida que se cree tener, se cree llevar, pero que la mayoría de las veces se siente venir, se soporta y se sobrelleva. ¿Qué es lo que purga el dúo de madre e hija? Como dije antes, la poeta se cura de la fantasía que imponen las palabras, imagina pero también corta ese flujo de escenas, las divide en versos, le pone blancos a la separación de los escalones, de los episodios. La madre, como se anuncia al principio, estaría purgando algo que no se puede disipar, que solo cambia de tono y que sigue atravesando el cuerpo que sufre: “un horror pasado atascado en la fibra de tus venas / y reflejado en el rostro imposible del pasado atroz”.

Sin embargo, el peso de un horror, un suceso tan incalificable que se acumulan los adjetivos sin poder definirlo, será expresado diferidamente, al cabo de todos los círculos o cornisas que ofrece la montaña de este viaje. En el medio, los círculos a los que se accede, a los que se ingresa, no están poblados de pesadillas sino de una clase particular de sueños, de fantasías diurnas, que en vez de reclamar asombro o espanto se consagran a discurrir, en imágenes, en su forma rítmica, sobre actividades de la vida común o sobre charlas que podrían haber ocurrido entre las dos compañeras de viaje: una madre, una hija que se hace madre, su madre que se vuelve también hija. Y así, los círculos no son pozos oscuros ni celdas estrechas sino que se abren como praderas, como lomitas donde crecerían flores, y lo que se muestra en ellas no es otra cosa que alguna especie de enseñanza. Aunque quizás también los originales círculos dantescos eran más didácticos que aterradores. Se iba aprendiendo, como la poeta aprende en estas Retamas, acerca de los tipos de huellas que deja la vida en el tiempo de un cuerpo, sobre las marcas que hace un cuerpo en el tiempo de su vida.

Todo lo que se manifiesta en los poemas estaría indicando esa condición de marcas indelebles, aunque no tan visibles: cada retazo de naturaleza, montaña, flores, animales, niños disfrazados de animales y hasta seres míticos o soñados, serían algo real, o sea algo imposible de contar, pero de forma negativa. “Teología negativa de anunciación” se llama un poema, que habla de una casa que existió pero no es un lugar ni una cosa. No obstante, a veces las imágenes dejan pasar palabras que señalan el tiempo, el desgaste de un cuerpo, quizás el retiro de ciertas posibilidades. En medio del trayecto encontramos así la palabra “hospital”, la palabra “geriátrico”, que nombran lugares pero donde nadie puede estar o donde se está para empezar a convertirse en imagen. ¿Cómo se nombra lo que no está al alcance de la lengua ni en su punta sino que yace en el fondo de la garganta olvidadiza, en la separación de las células que ya no viajan ni repiten sus más íntimos trayectos? ¿Quién es alguien que no se acuerda, pero que sin duda sufre o se alegra en una dimensión sin nombre?

Al final del descenso o ascenso, ya que mientras los cuerpos bajan o excavan dentro de sí mismos las imágenes flotan y tratan de fijarse en lo alto, de donde viene la iluminación, la poeta le recuerda a la madre lo que no tiene purgación ni olvido, no la muerte propia, esa vanidad poética, sino la del lazo que se quiebra y cuya ausencia no puede ser reparada, pues ninguna otra extensión podrá volver a atar la rama al cuerpo que sintió el corte definitivo: “tu hijo ha muerto / y el mundo desconsiderado y maldito / olvida // tomo mi lápiz y papel para dibujar con letras / nerviosas / un retrato de la piedad / las figuras nocturnas de la salvación: / una luz perfecta cae sobre el cuerpo de tu hijo”, anota Mariana en el diseño final de la madre dolorosa, que se transfigura, que salva no la vida sino su pasión y su presencia en otros.

Ilustraciones de Mariana Robles.

Ilustraciones de Mariana Robles.

También la poeta se abraza a su cuaderno, a sus dibujos y sus pinturas, donde le escribe mensajes imposibles a una persona real, en cuyo nombre, ahora sin nombre, se producen versos, escenas, estaciones intermedias, y en todos los casos siempre se llega a los extremos, haber nacido, tener que morir, pero vueltos más amables porque son ahora el inicio de un viaje, la despedida de alguien que termina de ser.

En una pintura del libro, un árbol cuyas ramas parecen llorar se inclina hacia un costado, abajo hay piedras grises, tal vez agua que corre, pero su inclinación natural está enmarcada, aparece detrás de telones también pintados: ángeles azules y una escalera arriba, jinetes rojos, escorpiones, símbolos a los dos lados, como si el arte, los telones iluminados, la historia de las imágenes, se abriera para que aparezca la deriva de ese árbol, melancólico, pero que no deja de ser una imagen también, con sus largas hojas flotantes, ramas lánguidas, que caen o se vuelan. El arte, la poesía acaso, sería esa dimensión sin nombre, marco simbólico, telones que se corren y se descorren, para que un ser sencillo, silvestre, se muestre en crecimiento, retamas entonces, florecidas tal vez.

Silvio Mattoni