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Carla Barbero, la chica que soñaba con una cámara de fotos

La artista riocuartense Carla Barbero es coordinadora del área de Curaduría del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, un espacio único en el país; en una conversación para El Corredor Mediterráneo, traza el recorrido de una vida atravesada por la imagen

 

Por Verónica Dema

La fotografía familiar es una marca fundante en la infancia de Carla Barbero. Esa niña inquieta, con pecas y lunares, de tez muy blanca, observa después de cada viaje de Río Cuarto a las sierras cómo su mamá y su papá archivan las fotos, consignan el lugar de esas vacaciones, la fecha. En ese ritual hay algo constitutivo, identitario.

Son cuatro hermanas. Carla no es la mayor, pero sí la que más insiste: a los nueve la dejaron usar la cámara. Para su familia de clase media en los ‘80, la cámara de fotos y la videocasetera eran objetos de valor a los que los niños no accedían. “Si había un rollo de 12 o 24, podía hacer tres disparos”, dice. Atesora esos “episodios” excepcionales de su infancia. “A esa edad yo ya flasheaba con la imagen para acceder a otra cosa. Para mí la imagen representaba un espacio de exploración del mundo”, dice Carla, más de 30 años después, una tarde soleada de domingo en el departamento antiguo que alquila en el barrio porteño de Boedo.

La ventana alargada que da al balcón trae al living una luz mansa de invierno, que aprovecha Amanda, la gata gris plata que acompaña las mudanzas de su ama desde hace más de 14 años. Este es su espacio de trabajo en estos meses de confinamiento por la pandemia de coronavirus: sobre la mesa hay una Mac, algunos libros de crítica de arte, flores amarillas en agua; atrás, una biblioteca con ensayos, narrativa, poesía, donde también se posan pequeñas obras de arte: una pintura sobre un minicaballete, una pieza del fotógrafo peruano de origen quechua Martín Chambi intervenida por ella, un dibujo enmarcado de uno de sus sobrinos. También, unas cartas de Tarot: “Lo estudio porque siento que es un conocimiento que tiene que ver con la cultura, con la imagen, con la condición humana”, dice sobre esta práctica, que combina con la del I-Ching.

El lugar, al que la cuarentena no le permitió aun acondicionar con todos los muebles que imagina, es sin embargo un hogar, esas casas donde dan ganas de quedarse. ¿Serán las plantas, el café, el aroma del pan horneado, el vino, el orden, el pequeño sillón mullido, la música?

“No me dejes no, tienes que olvidar. Vuelve, por favor, no te acuerdes más, de lo que pasó o lo que hice yo y me hiciste tú…”, cantan Alfonso Barbieri y Liliana Felipe, en la lista de Spotify que suena de fondo y crece en los silencios.

“Me mudé tres veces en tres años”. Las palabras salen con delicada autoridad de esa boca suya de semisonrisa que sintoniza con sus ojos verdes de perspicacia felina. Carla vive en la Capital desde que le ofrecieron sumarse al equipo de curadores del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, un espacio único en el país, que hoy coordina. Los curadores –simplifica para acercar su hacer cotidiano- son profesionales que investigan sobre arte, elaboran ensayos en función de hipótesis propias, trabajan con artistas en sus talleres, desarrollan una puesta para exponer en una sala o al aire libre. Investigar, crear, experimentar.

Después de 10 años de trabajar en museos públicos de la ciudad de Córdoba, donde en los últimos dos vivió experiencias que describe como de violencia institucional propias de la cultura estatal, le llegó la propuesta de Buenos Aires. Dio una entrevista y le pidieron que se incorpore lo antes que pueda: Carla aceptó y en dos meses desarmó su vida en Córdoba.

Ese es el currículum abreviado que justifica su arribo a Buenos Aires. ¿Pero cuál es el recorrido de esa niña magnetizada por la imagen? ¿Cuántas invenciones, o se debería decir explosiones la trajeron hasta la Capital?

“No creo mucho en las vocaciones en tanto esta idea estructural de una esencia que somos. Me parece que sí somos algo que puede tomar formas distintas”, dice. Sus movimientos se enlazan con sus búsquedas y eso va más allá de su profesión, es su modo de vivir.

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Mientras Carlos Menem empezaba a trazar una década neoliberal de opulencia para pocos Carla cursaba el colegio secundario en Río Cuarto. En los apáticos ’90 fue parte de esa minoría de adolescentes que participaba en política: crearon el primer Centro de Estudiantes en el colegio público al que asistía, Dr. Juan Bautista Dicchiara, y armaron la Unión de Centros de Estudiantes de la ciudad, articulada con los de la provincia. Se debatía la nueva Ley Federal de Educación, aprobada en 1993, derogada en 2006 por considerársela un fracaso.

Fueron tiempos de educación formal, que despertaron en Carla el interés por la historia, la filosofía y los medios de comunicación. Pero también fue el comienzo de la militancia y de explorar la imagen, ya sin necesidad del permiso de sus padres para poder disparar. “Por entonces, estaba descubriendo cómo, a través de la imagen, podés decir cosas; la imagen como propaganda de una idea”.

Llegó el momento de la universidad y se anotó en Ciencias Políticas, Filosofía y Ciencias de la Comunicación, en la Universidad Nacional de Río Cuarto. Cursó materias e hizo amigos –algunos de los cuales aún conserva- en las tres carreras, pero se recibió de licenciada en Ciencias de la Comunicación. “No llegó ahí el despertar del arte, pero me dio herramientas de una cultura macro, cierta historia conceptual como para entender algo de psicoanálisis, sociología, filosofía, semiótica”, dice, y aclara que es una formación que valora y respeta.

También se afianzó en la militancia estudiantil: “Tampoco era la megatroska, para nada. Es parte de mi educación cívica, sentimental, de imaginario. Para mí la universidad no es solo las materias que estudié, sino que es el lugar donde encontrar interlocutores”.  En el campus, en asambleas, en barrios populares era frecuente verla en grupo y con su equipo al hombro para testimoniar.

Por entonces fue generando contactos que le permitieron empezar a “parar la olla”, como dice, desde joven. Ser independiente: “Tengo una relación adulta con mis padres desde que soy niña, tuve siempre una relación muy emancipada”, aclara en un momento de la conversación. “Eso hace que yo me sienta querida, valorada por lo que hago”. Amanda se acomoda en sus faldas.

A los 19 sacó el monotributo, empezó a hacer fotos freelance; luego entró a trabajar en prensa de la Municipalidad; dio talleres de fotografía; hizo fotos para el diario La Mañana de Córdoba, que tenía una sede en Río Cuarto; estuvo en la creación del periódico cooperativo El Megáfono; también colaboró para La Voz del Interior.

En la casa familiar de siempre –a diferencia de Carla, sus padres nunca se mudaron- guardan intacto aquel archivo analógico de negativos: desde publicaciones estudiantiles y vecinales hasta de Rolling Stone o Playboy. Todo está por fecha y por tema, como lo vio hacer de chica. “Creo que podemos tener muchas vidas en una. No es nostalgia, sí es una lejanía. Reconozco algo de mí en todo eso, pero si me preguntás cuándo fue te digo: en otra vida”.

Se va hacia la cocina a buscar café, un ristretto recién salido de la Volturno. Suena una guitarra y Chico Trujillo canta: “Yo no vengo a buscar y tampoco a pedir una excusa ni nada. Vengo a decirte que estaba escrito…”

 

Carla Barbero, artista

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Las cámaras digitales llegaron a Río Cuarto a principios de los 2000 y Carla fue de las primeras que aprendió a usarlas. Durante años combinó lo analógico y lo digital. Cuando la llamaron para cubrir vacaciones de verano en La Voz del Interior y luego la incorporaron al staff de fotorreporteros valoraron ese saber digital que le permitía sacar y editar fotos con la nueva tecnología. Con el paso del tiempo, Carla empezó a especializarse en coberturas de shows, de eventos culturales que le interesaban. “La fotografía periodística se volvió un oficio del que viví muchos años, hasta que algunas cosas me empezaron a aburrir muchísimo, otras me indignaron”, dice.

Recuerda una película imborrable. Ese colectivo, el 29, que la llevaba a la zona del aeropuerto donde está La Voz. Ese domingo de calor cordobés, de los que derriten el asfalto. Esa certeza: ‘Ya no creo más en el periodismo, por qué participo de esto’. No era la joven de 17, en medio de la pampa gringa, encandilada con todo lo que podía denunciar a través de la imagen. “Tenía 20 y pocos cuando me di cuenta de que el periodismo es un blef total”, dice.

Dejó de interesarle, dejó de hacerlo. “Ese año empecé a ordenar todos esos intereses intelectuales que tenía. El interés por la imagen, que no dejaba de estar vivo, y la muerte y el duelo de que yo de eso no quería vivir más, pero no sabía qué iba a hacer”.

Fue su año sabático, de estudio y lecturas. Filosofía, historia, arte. Volver a conectar con su deseo.

“No sé qué tienen las flores, llorona, las flores del camposanto, que cuando las mueve el viento, llorona, parece que están llorado…”, canta Natalia Lafurcade, una versión de La llorona. 

En ese momento la ciudad de Córdoba vivió una coyuntura muy particular: en 2005 se inauguró la “Ciudad de las Artes”, un complejo donde se centralizaban las escuelas de arte; un par de años después ampliaron el Museo E. Caraffa y crearon por expropiación en el Palacio Ferreyra el Museo Superior de Bellas Artes Evita. “Como ciudadana que le interesa la cultura me generó mucho entusiasmo estar en esa ciudad en ese momento. Había algo del orden de la intuición, no tenía nombre todavía”, dice Carla. Al conocer el recorrido que siguió su vida, se destaca lo trascendental de esa época para ella. Sus presentimientos no fallaban.

Córdoba crecía en infraestructura cultural, y aparecía una oportunidad. Carla elaboró un plan de comunicación y contenidos para trabajar en los museos públicos de la ciudad -no existían los curadores como tales-. Pidió una audiencia con quien era Secretario de Cultura de ese momento (“algunos lo llaman audacia; otros, fuerza; otros psicosis”) y logró el puesto. “Ahí se cristalizó mi interés por la imagen, el arte y, al mismo tiempo, volvió esto de ocupar los espacios, algo que me había dado la militancia”, dice. Trabajó diez años con esa convicción en los museos por los que fue transitando.

En 2016 convocó a Emilia Casiva, investigadora y crítica de arte, para gestar Unidad Básica (UB), un museo de arte contemporáneo autogestionado, por fuera de la estructura estatal. La intención fue armar una institución con lo mínimo necesario: un monoambiente alquilado, el domicilio de Carla de entonces en barrio Güemes; en el pasillo por donde se ingresaba sucedían las muestras, que eran específicamente pensadas para ese espacio. Ahí desplegó la curaduría como historización y experimentación.

La vocación docente también acompaña a Carla desde siempre. Llega otro recuerdo de la infancia: “Era chica y en los veranos invitaba a todos los que estaban por empezar primer grado en mi cuadra y les enseñaba los números, las letras, tenía fichas: el uno con sombrero, me acuerdo. Los hacía yo”. Recorre esa otra vida.

Cuando piensa en el primer taller de fotografía que dio en Río Cuarto, exclama: “¡Qué caradura!”. Y ríe. Después estuvieron los talleres en Córdoba y ahora en Buenos Aires. Tuvo que explorar para descubrir que lo que le interesa es ese vínculo uno a uno con un artista, esa instancia de clínica de obra. “La intensidad del seguimiento de un proceso, el desafío y la adrenalina que me genera con cada uno poder servir en algo me resulta creativo y estimulante. Es una escala de intimidad donde el otro se muestra con una fragilidad que no es distinta a la tuya”. Y sigue: “Ahora que estoy más grande empiezo a creer que esas son las formas que adoptan en mí ciertas condiciones de maternidad, de hogar, son las formas en las que yo entiendo que puedo cuidar a otros”.

Carla no espera amparo de los lugares. “Cuando me di cuenta de que yo puedo ser artífice del cuidado para mí y para otros, me sentí grande”, dice. Buenos Aires, las sierras de Córdoba –prefiere siempre el río antes que el mar- el destino que vaya eligiendo es una circunstancia.

“Cruzas solo puentes, puentes entre ti, las flores y el silencio son cosas de tu amor, has dejado un río para atravesarlo a la vez allí…”, se alcanza a escuchar Fuji, de Spinetta en la voz de Loli Molina antes de que Amanda dé un salto y reclame salir a la terraza.

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