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Carla Barbero, la chica que soñaba con una cámara de fotos

La artista riocuartense Carla Barbero es coordinadora del área de Curaduría del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, un espacio único en el país; en una conversación para El Corredor Mediterráneo, traza el recorrido de una vida atravesada por la imagen

 

Por Verónica Dema

La fotografía familiar es una marca fundante en la infancia de Carla Barbero. Esa niña inquieta, con pecas y lunares, de tez muy blanca, observa después de cada viaje de Río Cuarto a las sierras cómo su mamá y su papá archivan las fotos, consignan el lugar de esas vacaciones, la fecha. En ese ritual hay algo constitutivo, identitario.

Son cuatro hermanas. Carla no es la mayor, pero sí la que más insiste: a los nueve la dejaron usar la cámara. Para su familia de clase media en los ‘80, la cámara de fotos y la videocasetera eran objetos de valor a los que los niños no accedían. “Si había un rollo de 12 o 24, podía hacer tres disparos”, dice. Atesora esos “episodios” excepcionales de su infancia. “A esa edad yo ya flasheaba con la imagen para acceder a otra cosa. Para mí la imagen representaba un espacio de exploración del mundo”, dice Carla, más de 30 años después, una tarde soleada de domingo en el departamento antiguo que alquila en el barrio porteño de Boedo.

La ventana alargada que da al balcón trae al living una luz mansa de invierno, que aprovecha Amanda, la gata gris plata que acompaña las mudanzas de su ama desde hace más de 14 años. Este es su espacio de trabajo en estos meses de confinamiento por la pandemia de coronavirus: sobre la mesa hay una Mac, algunos libros de crítica de arte, flores amarillas en agua; atrás, una biblioteca con ensayos, narrativa, poesía, donde también se posan pequeñas obras de arte: una pintura sobre un minicaballete, una pieza del fotógrafo peruano de origen quechua Martín Chambi intervenida por ella, un dibujo enmarcado de uno de sus sobrinos. También, unas cartas de Tarot: “Lo estudio porque siento que es un conocimiento que tiene que ver con la cultura, con la imagen, con la condición humana”, dice sobre esta práctica, que combina con la del I-Ching.

El lugar, al que la cuarentena no le permitió aun acondicionar con todos los muebles que imagina, es sin embargo un hogar, esas casas donde dan ganas de quedarse. ¿Serán las plantas, el café, el aroma del pan horneado, el vino, el orden, el pequeño sillón mullido, la música?

“No me dejes no, tienes que olvidar. Vuelve, por favor, no te acuerdes más, de lo que pasó o lo que hice yo y me hiciste tú…”, cantan Alfonso Barbieri y Liliana Felipe, en la lista de Spotify que suena de fondo y crece en los silencios.

“Me mudé tres veces en tres años”. Las palabras salen con delicada autoridad de esa boca suya de semisonrisa que sintoniza con sus ojos verdes de perspicacia felina. Carla vive en la Capital desde que le ofrecieron sumarse al equipo de curadores del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, un espacio único en el país, que hoy coordina. Los curadores –simplifica para acercar su hacer cotidiano- son profesionales que investigan sobre arte, elaboran ensayos en función de hipótesis propias, trabajan con artistas en sus talleres, desarrollan una puesta para exponer en una sala o al aire libre. Investigar, crear, experimentar.

Después de 10 años de trabajar en museos públicos de la ciudad de Córdoba, donde en los últimos dos vivió experiencias que describe como de violencia institucional propias de la cultura estatal, le llegó la propuesta de Buenos Aires. Dio una entrevista y le pidieron que se incorpore lo antes que pueda: Carla aceptó y en dos meses desarmó su vida en Córdoba.

Ese es el currículum abreviado que justifica su arribo a Buenos Aires. ¿Pero cuál es el recorrido de esa niña magnetizada por la imagen? ¿Cuántas invenciones, o se debería decir explosiones la trajeron hasta la Capital?

“No creo mucho en las vocaciones en tanto esta idea estructural de una esencia que somos. Me parece que sí somos algo que puede tomar formas distintas”, dice. Sus movimientos se enlazan con sus búsquedas y eso va más allá de su profesión, es su modo de vivir.

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Mientras Carlos Menem empezaba a trazar una década neoliberal de opulencia para pocos Carla cursaba el colegio secundario en Río Cuarto. En los apáticos ’90 fue parte de esa minoría de adolescentes que participaba en política: crearon el primer Centro de Estudiantes en el colegio público al que asistía, Dr. Juan Bautista Dicchiara, y armaron la Unión de Centros de Estudiantes de la ciudad, articulada con los de la provincia. Se debatía la nueva Ley Federal de Educación, aprobada en 1993, derogada en 2006 por considerársela un fracaso.

Fueron tiempos de educación formal, que despertaron en Carla el interés por la historia, la filosofía y los medios de comunicación. Pero también fue el comienzo de la militancia y de explorar la imagen, ya sin necesidad del permiso de sus padres para poder disparar. “Por entonces, estaba descubriendo cómo, a través de la imagen, podés decir cosas; la imagen como propaganda de una idea”.

Llegó el momento de la universidad y se anotó en Ciencias Políticas, Filosofía y Ciencias de la Comunicación, en la Universidad Nacional de Río Cuarto. Cursó materias e hizo amigos –algunos de los cuales aún conserva- en las tres carreras, pero se recibió de licenciada en Ciencias de la Comunicación. “No llegó ahí el despertar del arte, pero me dio herramientas de una cultura macro, cierta historia conceptual como para entender algo de psicoanálisis, sociología, filosofía, semiótica”, dice, y aclara que es una formación que valora y respeta.

También se afianzó en la militancia estudiantil: “Tampoco era la megatroska, para nada. Es parte de mi educación cívica, sentimental, de imaginario. Para mí la universidad no es solo las materias que estudié, sino que es el lugar donde encontrar interlocutores”.  En el campus, en asambleas, en barrios populares era frecuente verla en grupo y con su equipo al hombro para testimoniar.

Por entonces fue generando contactos que le permitieron empezar a “parar la olla”, como dice, desde joven. Ser independiente: “Tengo una relación adulta con mis padres desde que soy niña, tuve siempre una relación muy emancipada”, aclara en un momento de la conversación. “Eso hace que yo me sienta querida, valorada por lo que hago”. Amanda se acomoda en sus faldas.

A los 19 sacó el monotributo, empezó a hacer fotos freelance; luego entró a trabajar en prensa de la Municipalidad; dio talleres de fotografía; hizo fotos para el diario La Mañana de Córdoba, que tenía una sede en Río Cuarto; estuvo en la creación del periódico cooperativo El Megáfono; también colaboró para La Voz del Interior.

En la casa familiar de siempre –a diferencia de Carla, sus padres nunca se mudaron- guardan intacto aquel archivo analógico de negativos: desde publicaciones estudiantiles y vecinales hasta de Rolling Stone o Playboy. Todo está por fecha y por tema, como lo vio hacer de chica. “Creo que podemos tener muchas vidas en una. No es nostalgia, sí es una lejanía. Reconozco algo de mí en todo eso, pero si me preguntás cuándo fue te digo: en otra vida”.

Se va hacia la cocina a buscar café, un ristretto recién salido de la Volturno. Suena una guitarra y Chico Trujillo canta: “Yo no vengo a buscar y tampoco a pedir una excusa ni nada. Vengo a decirte que estaba escrito…”

 

Carla Barbero, artista

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Las cámaras digitales llegaron a Río Cuarto a principios de los 2000 y Carla fue de las primeras que aprendió a usarlas. Durante años combinó lo analógico y lo digital. Cuando la llamaron para cubrir vacaciones de verano en La Voz del Interior y luego la incorporaron al staff de fotorreporteros valoraron ese saber digital que le permitía sacar y editar fotos con la nueva tecnología. Con el paso del tiempo, Carla empezó a especializarse en coberturas de shows, de eventos culturales que le interesaban. “La fotografía periodística se volvió un oficio del que viví muchos años, hasta que algunas cosas me empezaron a aburrir muchísimo, otras me indignaron”, dice.

Recuerda una película imborrable. Ese colectivo, el 29, que la llevaba a la zona del aeropuerto donde está La Voz. Ese domingo de calor cordobés, de los que derriten el asfalto. Esa certeza: ‘Ya no creo más en el periodismo, por qué participo de esto’. No era la joven de 17, en medio de la pampa gringa, encandilada con todo lo que podía denunciar a través de la imagen. “Tenía 20 y pocos cuando me di cuenta de que el periodismo es un blef total”, dice.

Dejó de interesarle, dejó de hacerlo. “Ese año empecé a ordenar todos esos intereses intelectuales que tenía. El interés por la imagen, que no dejaba de estar vivo, y la muerte y el duelo de que yo de eso no quería vivir más, pero no sabía qué iba a hacer”.

Fue su año sabático, de estudio y lecturas. Filosofía, historia, arte. Volver a conectar con su deseo.

“No sé qué tienen las flores, llorona, las flores del camposanto, que cuando las mueve el viento, llorona, parece que están llorado…”, canta Natalia Lafurcade, una versión de La llorona. 

En ese momento la ciudad de Córdoba vivió una coyuntura muy particular: en 2005 se inauguró la “Ciudad de las Artes”, un complejo donde se centralizaban las escuelas de arte; un par de años después ampliaron el Museo E. Caraffa y crearon por expropiación en el Palacio Ferreyra el Museo Superior de Bellas Artes Evita. “Como ciudadana que le interesa la cultura me generó mucho entusiasmo estar en esa ciudad en ese momento. Había algo del orden de la intuición, no tenía nombre todavía”, dice Carla. Al conocer el recorrido que siguió su vida, se destaca lo trascendental de esa época para ella. Sus presentimientos no fallaban.

Córdoba crecía en infraestructura cultural, y aparecía una oportunidad. Carla elaboró un plan de comunicación y contenidos para trabajar en los museos públicos de la ciudad -no existían los curadores como tales-. Pidió una audiencia con quien era Secretario de Cultura de ese momento (“algunos lo llaman audacia; otros, fuerza; otros psicosis”) y logró el puesto. “Ahí se cristalizó mi interés por la imagen, el arte y, al mismo tiempo, volvió esto de ocupar los espacios, algo que me había dado la militancia”, dice. Trabajó diez años con esa convicción en los museos por los que fue transitando.

En 2016 convocó a Emilia Casiva, investigadora y crítica de arte, para gestar Unidad Básica (UB), un museo de arte contemporáneo autogestionado, por fuera de la estructura estatal. La intención fue armar una institución con lo mínimo necesario: un monoambiente alquilado, el domicilio de Carla de entonces en barrio Güemes; en el pasillo por donde se ingresaba sucedían las muestras, que eran específicamente pensadas para ese espacio. Ahí desplegó la curaduría como historización y experimentación.

La vocación docente también acompaña a Carla desde siempre. Llega otro recuerdo de la infancia: “Era chica y en los veranos invitaba a todos los que estaban por empezar primer grado en mi cuadra y les enseñaba los números, las letras, tenía fichas: el uno con sombrero, me acuerdo. Los hacía yo”. Recorre esa otra vida.

Cuando piensa en el primer taller de fotografía que dio en Río Cuarto, exclama: “¡Qué caradura!”. Y ríe. Después estuvieron los talleres en Córdoba y ahora en Buenos Aires. Tuvo que explorar para descubrir que lo que le interesa es ese vínculo uno a uno con un artista, esa instancia de clínica de obra. “La intensidad del seguimiento de un proceso, el desafío y la adrenalina que me genera con cada uno poder servir en algo me resulta creativo y estimulante. Es una escala de intimidad donde el otro se muestra con una fragilidad que no es distinta a la tuya”. Y sigue: “Ahora que estoy más grande empiezo a creer que esas son las formas que adoptan en mí ciertas condiciones de maternidad, de hogar, son las formas en las que yo entiendo que puedo cuidar a otros”.

Carla no espera amparo de los lugares. “Cuando me di cuenta de que yo puedo ser artífice del cuidado para mí y para otros, me sentí grande”, dice. Buenos Aires, las sierras de Córdoba –prefiere siempre el río antes que el mar- el destino que vaya eligiendo es una circunstancia.

“Cruzas solo puentes, puentes entre ti, las flores y el silencio son cosas de tu amor, has dejado un río para atravesarlo a la vez allí…”, se alcanza a escuchar Fuji, de Spinetta en la voz de Loli Molina antes de que Amanda dé un salto y reclame salir a la terraza.

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Pablo Dema: «Lo primero que tengo es una escena, no sé si va a ser prosa o poema»

Pablo Dema

La publicación de su nuevo libro de poemas –“Prendas”- es el punto de partida de una conversación para El Corredor Mediterráneo sobre las pulsiones de la creación, los géneros y los fundamentos éticos sobre los que se edifica un poema

 

Por Antonio Tello

Pablo Dema es una de las personalidades poéticas e intelectuales más sólidas de la joven literatura argentina. Compagina su trabajo como docente universitario y como editor de Cartografías, editorial que fundó en 2005 junto al también poeta José Di Marco. Ha publicado cuatro libros de cuentos – Fotos (Cartografías, Río Cuarto, 2005), Si nada permanece (Ed. Fundación Octubre, Buenos Aires, 2007), Hoteles (Cartografías, 2010) y La canción de las máquinas (Editorial Recovecos, Córdoba, 2014)-, la novela De piedra o de fuego (Editorial de la UNRC, Río Cuarto, 2009) y los libros de poemas Filos (Ediciones Del Dock, Buenos Aires, 2014) y ahora Prendas (Editorial Deacá, Villa Mercedes).

Su imagen es la de un hombre que transmite serenidad ¿debo decir a pesar de su juventud?

Me reconozco en la caracterización de la serenidad que está en la pregunta, diría que desde siempre. Es lo que me dicen a menudo. Y podría decir que si estoy nervioso o ansioso estoy un poco fuera de eje. Intento mantener la serenidad.

La pregunta viene a cuento porque observando su trayectoria literaria parece tener  muy pensado y planificado su camino hacia la poesía. Antes de “Filos”, su primer libro de poemas, publicó tres libros de cuentos y una novela… ¿Es para usted la narrativa una forma de aprendizaje de la expresión poética?

No lo siento así. En el mismo período de los poemas de Prendas escribí cuentos. Y hay un libro de cuentos que está al salir.  Con el tiempo me da la sensación de que la diferencia entre esos géneros se acota. En verdad muchas veces lo primero que tengo en mente es una especie de núcleo, una situación o una imagen que me resulta atractiva, y no sé si va a ser una prosa o un poema. Es común que pruebe en verso y, si veo que por alguna razón necesito desarrollar demasiado, suelo pasar a la prosa. No pienso en principio en historias completas que contar, más bien en escenas, en un momento significativo que está al final del poema. El problema de la composición es cómo preparar ese momento que relumbra por su potencia significativa y emotiva.

Dice usted «no pienso en historias completas» ¿cree que se pueden contar historias completas o todo lo narrable o poetizable es siempre fragmentario?

Es claro que la narración es un dispositivo cultural antiquísimo y con enormes desarrollos en los campos de la historia y la literatura. Y sabemos que la ficción literaria, a partir de finales del siglo XIX, dejó de lado las estructuras narrativas clásicas. La introspección y el monólogo interior, los finales abiertos y el montaje de fragmentos son algunos de los procedimientos que comenzaron a dominar el género narrativo. Lo que a mí me sucede es que lo que me lleva a escribir generalmente es una escena, una situación fija, por decirlo así, que es el punto de llegada de una acción breve: una padre y una hija sembrando las semillas. Lo que hago a nivel de la composición es crear un amplio contexto, una preparación para esa imagen que me gustaría captar y transmitir porque confío en su poder. Y me sucede que pruebo en prosa o en verso. En ese sentido, en el fondo para mí lo que escribo es todo poesía.

Portada de Prendas

“Prendas” representa, respecto de su libro anterior, un gran salto cualitativo tanto en el fondo como en la expresión; tanto en la concepción visual de las metáforas como en la hondura de su viaje interior. ¿Cree que esta es o puede ser su voz?

Bueno, primero, me alegra el juicio de valor, mucho más viniendo de un poeta tan consciente de la forma y del peso de cada palabra en la poesía. Estos son poemas leídos y revisados muchas veces a lo largo de dos o tres años. Darles tiempo y volver a ellos es parte de un proceso que, espero, da buenos resultados. Leer otros poemas, libros que llegan, y volver a los propios a ver si funcionan. Creo que en un momento uno logra crear una distancia, cierta objetividad, y siente que algo está logrado. Siempre desde un gusto propio, desde una idea de la poesía. Y sabiendo también que estos poemas no son para todos los lectores, que pueden no ser del gusto de mucha gente que lee otro tipo de poesía. Pero cuando uno está conforme y convencido los da a leer, intenta llegar a los lectores y a los poemas como una suerte de afirmación: la poesía para mí es esto. Es un modo, sí, de intervenir en la conversación cultural con una voz que se afianza.

Una de las cosas que llaman la atención en este libro es la recurrencia a ciertas películas y también, más allá de las referenciadas, a la lectura de grandes poetas a algunos de los cuales, tal el caso de Bertold Brecht y Juan L. Ortiz, confronta y complementa. De aquí se me ocurren dos preguntas ¿es posible escribir sin adentrarse en la tradición? ¿Cuál fue su propósito al referenciar explícitamente a determinados poetas?

La tradición es el aire que respiramos. Me tengo que contener con las referencias y los epígrafes, con las alusiones, que son casi un vicio. En ese sentido, los poemas son muy engañosos porque parecen referir a una biografía o dar cuenta de vivencias pero en realidad ante todo son expresión de mi diálogo con lo que leo. Lo biográfico, la experiencia y mi cotidianidad son como un bastidor. Me interesa la forma, la música, la posibilidad de captar el momento en que las palabras se integran de una manera inesperada para producir belleza y sorpresa.

Con respecto a Juan L. Ortiz, es una figura que gravita mucho en mi imaginario. Y ese poema que cito siempre me ronda, es un poema utópico, un núcleo de amor fraternal que habita en su mundo. Solo que normalmente lo expresa hacia lo natural, pero es ese mismo amor hacia todas las criaturas, los animales, las plantas, todo lo que su poesía celebra. Y Brecht es un poeta mucho más vitalista, directo, casi rudo diría. Y en él la cuestión de luchar contra la injusticia es un centro más obvio. Estos epígrafes fueron también una forma de afirmarme en un momento político de nuestro país en el que los derechos sociales estaban siendo vapuleados. Entonces invocar las utopías colectivas era una forma de decir que hay cosas absolutamente irrenunciables.

En “Cielo” usted parece intentar una poética cuando dice que “para la poesía el amor  y el trabajo son lo que la luz y el agua para los árboles” ¿o nos habla de otra cosa?

Sí, es una poética y un mensaje a los lectores que se encasillan y encasillan. Cuando publiqué Filos recibí varios comentarios de lectores y de escritores que tienen una identidad muy fuerte en relación con el género narrativo expresando su sorpresa. En general ellos no “se pasan” de un género a otro. Lo que pasa es que yo no me pasé, sino que no fue hasta ese momento que sentí que había material como para un libro que a mí me resultara aceptable. Muchos pos poetas conocidos míos, por su parte, no le prestaron atención, entre otras razones, porque también me tenían en el lugar de los “narradores”. Es entendible. A mí me pasa. A veces conozco un autor que escribe teoría o ensayos y si veo una novela de ese autor es como que no lo registro, como si no fuera la misma persona. Por eso ese poema que menciona dice que no hay que confinarse en una camarilla, no hay por qué entrar en el círculo de los “poetas 100% poetas”, pagar los tributos culturales, conocer todas las contraseñas para pertenecer. La poesía sola, si la hay, si se la cultivó honestamente, llega por su propia fuerza a algunos lectores que la sienten más allá de la etiqueta previa que se le haya asignado al autor.

Pablo Dema, en una charla en Villa Mercedes, donde da clases

«Cultivar honestamente la poesía» ¿significa esto, como decía Camus, que toda escritura prefigura un posicionamiento ético?

Hay modas, tendencias, maneras de hacer que son de cada época. Hoy se habla mucho de la literatura de terror, se premia eso, los lectores quieren terror, distopías, etc. Hay cosas muy bien hechas, por su puesto. Ese auge gravita sobre los que estamos escribiendo. Entonces en función de lo que uno quiere decir y lo que quiere producir opta: o se sube a una tendencia o sigue un camino propio según lo que entiende que es más acorde a un proyecto personal y, por qué no, a una ética. La honestidad de la que hablo es más que nada intelectual. No puedo remedar un tono que no es propio, no puedo asumir un afecto ajeno (por ejemplo, no soy un ironista, ni un nihilista, ni un cínico ni un satírico). Entonces no voy a impostar una voz para concordar con el tono de una época. Lo que me llega como lector en este tiempo tiene que ver con temas clásicos de lo que a veces se llama la literatura sapiencial: ¿cómo hacemos para vivir juntos, para aguantarnos? Es muy difícil soportar a los otros. ¿Cómo actuamos ante la comprensión racional (muchas veces negada y bloqueada emocionalmente) de que todo nos ha sido dado en prenda, es decir, ante el aprendizaje de que, como dijo Borges, «nadie pierde si no lo que no tiene y no ha tenido nunca»? Es el mismo tema del «si nada permanece» pero desde un lugar, el de hoy, menos desesperado y más sosegado.

Ya en “Filos” se anuncia que la poesía no se nutre sólo del dolor sino también del amor, la amistad, la bondad y del gozo tranquilo de la vida…

Es un proceso personal o existencial absolutamente honesto e indisimulable, imposible de impostar. Si ve los cuentos de Si nada permanece, sobre todo verá el sufrimiento y la búsqueda desesperada de sentido. De hecho ese título es un verso de José Emilio Pacheco de un poema que habla de una sombra que nos cava y nos hiere, de cómo afrontar la vida si nada permanece. Son los años de mis lecturas de La náusea de Sartre, del Pessoa de El libro del desasosiego. Fui saliendo de ahí. Hice todo lo que pude por superar la sensación de separación con el mundo y me fui reconectando con algo mucho más vital. Pasé de Pizarnik, a Juan L. Estaba también atrapado en un imaginario del escritor atormentado. Un mito muy infantil y dañino. Ser padre lo pone a uno también en una gran encrucijada. En un poema de Filos anoté que cuando tuve que cuidar a un bebé, cuando sentí el amor ante una criatura tan frágil, acabaron de un saque los problemas existenciales.

El desarrollo de las redes sociales parece haber “democratizado” la poesía, pero ¿la creación poética y la creación artística en general tienen que ver con la política, los derechos sociales o con el talento y la capacidad de cada uno para este cometido?

Es un tema que da para un largo debate. Pienso que todos nos sentimos en algún momento tocados por la poesía y que cualquier lector que la disfrute asiduamente tiene el impulso y el deseo de escribir y mostrar lo que hace. Confío en el libro y en la figura de los editores como agentes eficaces para resguardar lo mejor que una comunidad produce y lega a las generaciones venideras. De ahí la importancia de los espacios de lectura, las bibliotecas públicas, las ferias del libros, las revistas de difusión, una ley del libro, etc, etc.

Quien lea su poesía observará que su escritura es limpia, transparente y, si se quiere, económica, quiero decir sin adjetivos, adverbios ni repeticiones innecesarios: ¿es difícil escribir así en tiempos de tanto ruido, eufemismo y reclamo identitario en la lengua?

La poesía es, como se sabe, el lugar en el que la lengua está sometida a las máximas exigencias porque allí es donde se aprecia todo su  esplendor. Tengamos el oído sutil, dice Juan L., así que tenemos que poner atención a lo que hacemos. Como dije, para mí hacer un poema es jugar el juego (muy serio pero juego al fin) de poner una línea más en una tradición extensa y riquísima. Uno trata de estar a la altura de los maestros. Claro que sé que es muy probable que lo que yo estoy escribiendo no va a resistir el paso del tiempo. Pero andar en ese juego, como diría Gelman, ya es un premio, un gozo enorme.

Para vivir siempre damos algo en prenda: ¿cuál es la prenda que da el poeta para serlo?

Creo que el tiempo y la atención  a la riqueza del lenguaje, a su poder para sostener un mundo común. Hoy, más que nunca, la poesía es un pulso vital con el que necesitamos conectar.

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Alejandro Schmidt: “Todo el arte del interior es desconocido y menospreciado por Buenos Aires”

Alejandro Schmidt nació en Villa María, Córdoba, en 1955. Cuenta que escribe desde los 13 años, época en que también empezó a trabajar. Escribe en un poema de su último libro, Problemas con la vida, de próxima aparición: “Escribo de 5 a 10 poemas por día/algunos los posteo/algunos los guardo en el hotel o en el viento”. Nunca dejó de escribir ni de publicar: publicó 55 libros de poemas; también durante más de 20 años dirigió una editorial de poesía y, además, siempre que puede es puente con poetas que no encuentran una editorial donde publicar su obra. «Siempre tuve la vocación de difundir. Todo lo que se haga por la poesía es poco», dice.

Cuando se le pregunta si cree que hay cuestiones dichas desde la poesía “del interior” que de otro modo no circularían, no duda en responder: «Por supuesto: todo el arte del interior y más el nuestro, que es del interior del interior, es desconocido y menospreciado por Buenos Aires y las respectivas capitales provinciales».

Militante de la poesía de toda la vida está atento en particular a la escrita por mujeres: le dedica el libro a la poeta Eda Nicola, y en un momento de la conversación dice: «La poesía escrita por mujeres me parece la más importante de este siglo».

Alejandro Schmidt
Alejandro Schmidt

-¿Qué significa para vos publicar un nuevo libro? 

-Hace un tiempo que siento lo que publico como parte de un río, de un fluir de mi demencia por una tierra poco amable. No cuento los libros. Es algo que va…

-¿Cómo surgió el título Problemas con la vida?

-Porque es eso: Problemas con la vida; no problemas con mi vida, sino con la representación de lo que convenimos en llamar la realidad. Mis últimos cuatro libros han trabajado con eso.

-Si mirás hacia atrás, ¿qué recorrido ves de tus primeros poemas a estos? ¿Sentís, como dice Javier Magistris en la contratapa, que hay ahora un tono más personal?

-No podría asegurarlo. O sea, desde En un puño oscuro me parece que hay un tono más personal. Quizá Javier lo dijo en el sentido de que permito que el yo se entrometa más.

-Decís en un poema: “Escribo de 5 a 10 poemas por día/algunos los posteo/algunos los guardo en el hotel o en el viento”. ¿Te sentís identificado con esto de “vivir en estado de poesía”?

-Vivir en poesía es solo el momento de escribirla, por lo demás llevo una vida absolutamente ordinaria y modesta.

-¿Cómo juegan en vos tus condiciones de producción: escribir desde un hotel (de hecho “Hotel” agrupa la primera parte de los poemas de este libro), en una ciudad que elegiste hace relativamente poco (Río Cuarto), en pandemia?

-No juegan: desde los 13 escribí con todos los medios y en todos los lugares que puedas imaginar. Solo o con gente. Rico o pobre. Me formé así. No tengo rituales, condiciones, necesidades a la hora de escribir.

-¿Qué son los bares para vos, que siempre están en tus libros? Decís en unos versos de El espacio intermedio: A veces me pregunto(…) Por qué hice de los bares/ Mi casa y mi desierto…

-Voy a los bares desde los 13, que es cuando comencé a trabajar y disponer de mi dinero. Toda la vida. Sí, son un lugar amable para mí. Leí y escribí en los bares siempre, también es el lugar de la amistad.

-Sos muy activo en redes Facebook, de hecho uno de tus poemas se llama Facebook. ¿Qué encontrás en ese espacio virtual?

-Es estimulante, como lo fueron los 14 blogs que sostuve durante años. O antes los medios gráficos y las revistas.

-¿Sentís que en tu poesía puede leerse entrelíneas la historia de la Argentina?

-Específicamente en Videla, fragmentariamente en toda la obra.

-¿Cómo es tu rutina como lector, cómo detectás libros que te interesan y cómo te las arreglás para dar con ellos? Incluso en algunos poemas reconocés que perdiste ya cuatro bibliotecas…

-Compro nuevos y usados, canjeo, voy a bibliotecas, me prestan libros. Leo entre 5 y 7 horas por día de enero a enero, de lunes a lunes. De muchos modos, perder las bibliotecas, que sumarían unos 20.000 libros, fue una liberación. Las lecturas que importan, bien o mal ya están en el ser. Ahora tengo un poco más de un centenar de libros.

-Hace poco nos recomendaste editar a la poeta Soledad Vargas. ¿Por qué te parece importante colaborar, ser ese puente con otros y otras poetas de nuestro medio?

-Siempre tuve la vocación de difundir. Todo lo que se haga por la poesía es poco.

Alejandro Schmidt, en una selfie que se tomó el autor en pleno confinamiento

-¿Sentís que hay cuestiones dichas desde la poesía “del interior” que de otro modo no circularían?

-Por supuesto todo el arte del interior y más el nuestro, que es del interior del interior, es desconocido y menospreciado por Buenos Aires y las respectivas capitales provinciales.

-Noto que estás atento a la escritura de poetas mujeres. ¿Esto es así? ¿Tenés una conexión en particular con la mirada poética cruzada desde el género?

-La poesía escrita por mujeres me parece la más importante de este siglo.

-Le dedicás el libro a la poeta Eda Nicola: ¿Quién es Eda para vos?

-Eda Nicola es una gran poeta, gran persona y es mi amiga. Muy buena lectora y tenemos muchas coincidencias en lo espiritual.

 

-¿Qué poetas admirás? Clásicos, contemporáneos… los imprescindibles para vos hoy

-Me gustan Molinari, Juan Ele, Madariaga, Bailey, Gelman, Fijman, Arlt, Piglia. Todo el romanticismo alemán, las literaturas colombianas, alemanas y norteamericanas en su totalidad. Leo mucha teología y filosofía clásica y contemporánea hasta Heidegger.

-Fuiste traducido a once idiomas. ¿Qué te ocurre cuando te leés en otro idioma?

-Leer mi poesía traducida no me produce nada.

-¿Qué extrañás de la vida antes de la pandemia?

-Viajar y ver amigos, sólo eso.

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Daniel «Nato» López: “Estoy afrontando la deconstrucción de mi machismo”

Daniel López, Nato para todos, cuenta que su padre es un “gran colocador de apodos”.  A sus siete hijos les puso uno —y a varios nietos, también—. Nato adoptó el suyo como su nombre, tanto que así figura en la portada de A veces, otra vida, su primer libro de relatos. “Nato”, según una definición del diccionario, es una cualidad que se tiene desde que nace. Y quizá esa cualidad en este autor de Las Higueras, Córdoba, sea la infinita curiosidad.

Nato López, autor de A veces, otra vida

Se presenta como un “lector agradecido que se atreve a escribir”. Y hace un recorrido de las lecturas que lo fueron acompañando mientras crecía. “Como primer recuerdo están las revistas de historietas. Mi preferida sigue siendo Nippur. También leía El Tony, Intervalo y D’Artagnang. En esa época, también me llegaron algunos ejemplares de los clásicos de la colección Billiken, esos libros de tapa roja. De ellos me quedó grabado el de Búfalo Bill. Más adelante, como a los doce, tuve mi primera lectura de adulto, una novela que creo que se llamaba Sahara y trata de un contrabandista que mete a Europa, desde África, todo tipo de cosas. A los catorce o quince, mis lecturas derivaron del rock. Así llegué a Charles Bukowsky, García Márquez y al gran Osvaldo Soriano. Creo que no entendía nada de lo que leía, pero me gustaba”.

Nato dice que su mamá era quien llevaba revistas y libros a esa casa de la infancia. “Recuerdo ver La Hojarasca arriba de la mesa de luz de ella y cientos de revistas que llegaban a través de parientes o casas de usados”, cuenta. “Fue mi exagerada curiosidad lo que me llevó a tirarme de cabeza a la lectura”.

-¿Cómo fue tu historia con la escritura?

Diría que mi acercamiento fue en tres etapas. La primera, ligada exclusivamente a la poesía que le dediqué a mi novia Gabriela —mi compañera de toda la vida—; la segunda, en la etapa universitaria, donde esbocé una novela y relatos que no tenían estructura de cuento; y la tercera, cuando me acerqué, junto con mi hijo Félix, al taller que dicta Rubén Padula. Solo en esta última —y actual— experiencia es que le dediqué mucho tiempo y cierta rigurosidad.

Cuando llegó el momento de decidirse por una carrera universitaria, Nato optó por el Profesorado de Historia en la Universidad Nacional de Río Cuarto. “¡Estudié Historia, porque en el programa no estaba la cátedra de matemáticas!”, se sincera. “Bueno, no fue la única razón. En sexto y séptimo grado tuve la suerte de tener un profesor que amaba la historia antigua: griegos y romanos, básicamente. Ahí leí pasajes de la Ilíada y la Odisea. Claro que, en la carrera, los temas que me atraparon, no fueron esos”.

Y empieza a buscar algún nexo entre la Historia y la Literatura, el hecho de contar historias. “Ambas cosas tienen poco que ver. Producir trabajos académicos, mucho menos. Creo que, básicamente, me gusta contar historias, exagerar, mentir para redondear. Tendría cinco o seis años cuando recitaba estrofas de Martín Fierro en el bar de Arroz, de mi pueblo. Si no me equivocaba me daban una coquita de vidrio. Y si me equivocaba, algunos borrachos vitoreaban igual, y recibía el premio lo mismo”.

-¿Cómo sentís que tu vida en Las Higueras, tu infancia, los años de dictadura, tu historia toda está presente en los cuentos de A veces, otra vida?

Vivir en un pueblo —Las Higueras era pequeñito, en mi infancia— determinó mi lectura, mis amistades, mis derrotas, mi escritura y, te diría, mi nivel actual de melancolía. La cercanía con Río Cuarto tiene sus cosas positivas, pero también acarrea dificultades que otros pueblos más alejados no las sufren. Eso hizo y hace que Higueras sea muy particular. Para nosotros ir al centro, al cine o a comprar zapatillas es ir a Río Cuarto. La simbiosis, aunque asimétrica, es total. En mi infancia, recuerdo que era de los pocos que iba al primario en la ciudad. Eso, definitivamente, me marcó. He pasado horas y horas deambulando por las calles de asfalto, metiéndome en librerías y cines. Recuerdo ir a dos funciones seguidas a la tarde cuando me rateaba del secundario. Salía del cine Alvear y me metía en el cine Sud. Los años de dictadura los tengo presente más por mis estudios y por mi vida adolescente, que por la infancia que me tocó vivir. Pertenecí a una familia en la que se hablaba poco y nada de política y, por ende, del desastre que hacían los militares. De hecho, mi hermano mayor fue suboficial de la Fuerza Aérea por unos años. Lo que sí recuerdo es que en la escuela General Paz, de Río Cuarto, en los recreos, alguien siempre te recordaba que estaba prohibido decir Perón. Llegué a pensar que Perón era algo así como el corredor X de Meteoro.

-El primer cuento de tu libro, “Otra usted”, trabaja el género; y ese tema aparece en varios otros también, como “El tuerto y los ciegos”, por mencionar otro. ¿Cómo surge ese interés en vos?

-En mi caso, estoy afrontando la deconstrucción de mi machismo —nuestro machismo generacional— como mejor me sale. Me ayudan mis hijos, que lo incorporan tan naturalmente que no tengo más que admiración hacia ellos. Esta deconstrucción es muy despareja, y atraviesa a sectores de la sociedad con más o menos resistencia, según un montón de variables. Creo que ingresamos en un camino larguísimo, donde la resistencia es dura y poderosa. La resistencia es monetaria, religiosa, y hasta política, pero no tengo dudas de que, año a año, la mujer y las diversidades ganarán el espacio correspondiente. En el cuento “Otra usted”, se me ocurrió plantear qué le pasaría al varón clase media, heterosexual y blanco —que las tiene todas a favor— si de repente se convierte en mujer y debe salir a la calle con tetas y minifalda y que, en la primera de cambio, le griten un piropo que repugna. ¿Es fácil vivir así?

-¿Qué significa para vos escribir “desde el interior”?

He abordado tantas veces ese dilema de interior y exterior, no solo en mi vida, sino en los estudios de la carrera que elegí. Y, por mi experiencia, aseguro que no es solo una cuestión de gramática, ni siquiera dialéctica. Es la realidad. Pasa en Argentina y en muchos países. Hay procesos históricos que lo explican, no es ningún misterio. Y, a la hora de escribir, por más de que jamás lo pienso, seguramente lo hago como habitante del “interior”. Así nos mudemos a CABA o Nueva York seguiremos siendo de acá. Y me parece excelente.

-¿Cómo es editar en este tiempo de pandemia?

-La pandemia y la cuarentena las tomé como potenciadoras. Si bien soy callejero por naturaleza y extraño la sociabilización, este tiempo me sirvió para dedicarle horas a la corrección de textos y, sobre todo, a lecturas. También, series y películas, videojuegos y memes, claro.

-Tus cuentos fueron publicados en antologías: ¿Qué es para vos este primer libro?

-A diferencia de la participación en antologías, esta es una experiencia en solitario, un trabajo más intenso y extenso, donde te toca revisar mil veces todos los textos del libro, elegir la tapa, coordinar con los editores, y algunas cosas más. El primer libro es un lindo desafío y espero no sea el único.

-¿Por qué hacerlo en una editorial pequeña como Cartografías, con este anclaje que tiene en lo local?

-Las editoriales independientes están salvando a la difusión de la literatura. Acá y en la China, sin dudas. Soy lector de Cartografías y la considero una editorial seria y de altísima calidad.

-¿Qué es para vos la Biblioteca Popular Luis Alberto Spinetta, que presidís en Las Higueras?

-El largo camino de fundar una biblioteca popular en mi pueblo comenzó cuando editábamos un periódico que se llamó El Higo Informativo. La idea fue de dos compañeros y me propusieron encabezar el proceso de creación. Fue una tarea que se demoró en el tiempo, pero allí está, llena de libros. Para mí, la Biblioteca debe ser un lugar de acercamientos, de comunión de ideas. Honrar al Flaco Spinetta con el nombre de la Asociación Civil fue algo que surgió naturalmente por las décadas que llevo escuchándolo.

-Para terminar: ¿qué libro estás leyendo?

-Nunca leo uno solo. Soy bastante ansioso y desorganizado. A ver: en digital, Nuestra parte de noche, de Mariana Enríquez y picoteo los Cuentos reunidos, de Clarice Lispector y Manual para naufragios, de Guillermo Ricca. Además del blog de Rubén Padula. En físico, estoy con Las Malas, de Camila Sosa Villada y releyendo El peronismo. 1943-1955, de Peter Waldmann. En la mesa de luz tengo Nadie extrañaba la luz, de Sergio Gaiteri, y Qualityland, de Marc-Uwe Kling.

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Eda Nicola: «La mesa de escribir es mi vida profunda»

Eda Nicola, poeta

La poeta Eda Nicola nació en Coronel Moldes, en Córdoba, en 1969. Ella cuenta que la coincidencia de ser una niña asmática y que en su casa de la infancia hubiera muchos libros infantiles, por la profesión de su madre que era maestra jardinera, marcó su acercamiento temprano a los libros. «El tener que estar tranquila, y en lo posible quieta, para cuidar mi respiración vacilante, me hizo pasar mucho tiempo desde pequeña, entre libros y papeles. Antes de aprender a escribir dibujaba mucho. Había en casa muchos libros infantiles con buenas ilustraciones, eso, y vivir en las afueras del pueblo, casi en el campo, es decir en estrecho contacto con el mundo de la naturaleza, siento que fueron factores importantes para que creciera en mí un mundo interior volcado a imaginar, y a vivir como en ensueño».

Cuenta, también, Eda que de pequeña era muy tímida. Socializar era un problema para ella. «Me sentía más a gusto en mi casa y recuerdo que disfrutaba mucho mis momentos de soledad. Después, en la temprana adolescencia, 13 o 14 años, ya escribía mis primeros poemas y empecé a formarme en un taller literario de mi pueblo. Recuerdo con sincero amor ese tiempo. En el staff estable estaban Marita Echave, Marcela Giovanella, Kika Bovio, Yolanda Fernández, Gloria Pontel, y yo. Leí mucha poesía excelente desde muy joven gracias a estas mujeres que fueron muy importantes en mi formación, y me fueron abriendo el camino». Las mujeres, primero su madre, luego las talleristas, las primeras poetas que leyó fueron tramando su mundo literario.

-¿Cómo articulaste tu formación académica con tu camino ya iniciado en las letras?

-Estudié el profesorado de Lengua y Literatura en la Universidad Nacional de Río Cuarto. Eso amplió y fortaleció mi campo de lecturas, y sin duda repercutió en mi propia práctica de la escritura. No durante el tiempo en que cursé la carrera. Fueron los únicos años que no pude escribir casi nada mío. Asumí con demasiada intensidad el rol de lectora, supongo, y la mirada crítica hacia las obras. ¿Qué me dejó esa formación? Supongo que poder hacer conciencia de la forma literaria, de las capas y capas que hay en una obra literaria, de la complejidad del lenguaje. Pero, por suerte, cuando tomé distancia de ese abordaje, pude regresar a mi propio modo de escribir, que es más bien un tanteo en la oscuridad. Un dejarme llevar por la palabra, a ver qué sale en el camino, con qué me encuentro. Escribir es para mí, una entrada en el misterio. Cuando ya tengo lo que escribí, puedo mirar, digamos racionalmente, si lo que escribí tiene cierta coherencia interna, si hay redundancias, si hay que agregar, sacar, reformular, pero eso siempre sucede en un segundo momento. No al principio. No escribo desde la razón, mi mente es muy fuerte en general, pienso de más, a veces, y siento que, en mi práctica de la escritura, me limita.

-¿Sentís que tu voz está permeada al sitio desde el cual escribís, un pueblo agropecuario, fabril en el medio de la pampa húmeda?

-Yo te puedo decir lo que me conmueve y lo que no, tanto del sitio donde nací como del lugar donde ahora vivo, que es similar, y de la misma zona, ahora bien, qué aparece, y cómo, en mi escritura, siento que no lo puedo ver de modo más o menos objetivo. Eso lo podrán decir quizá con mayor precisión los lectores…

El mundo natural, en sus pequeños seres y en su inmensidad me habla, me dice, ese es el mundo que miro, al que estoy atenta, la madera, el fuego, el cielo abierto, el campo y el ritmo de las estaciones, lo eterno que percibo en la impermanencia de las criaturas. Un árbol, una piedra, una rama quebrada, seca, los pájaros. Los pájaros volando alto, dibujando el cielo, desde niña me fascinan. En las caminatas por el campo me detengo a ver pasar una bandada de patos o de loras, como cuando era una niña. Todos los animales del campo y su pureza, es una pureza que abruma la que veo en la mirada de las vacas o de los caballos. Me deja sin aire. Las lagunas en el campo, con sus juncos. El silencio del agua quieta en los atardeceres, toda esa maravilla. Ese concierto, esa armonía perfecta. Eso me conmueve profundamente del sitio donde crecí y del lugar donde vivo ahora, que es un pueblo también de la pampa húmeda. En cambio, el ruido de las máquinas, de los tractores, por ejemplo, cuando era una niña y se sembraba o se cosechaba la tierra, o de la fábrica, ahora, donde vivo, que es un pueblo industrial, me resulta totalmente indiferente. Me da igual que esté o no esté. No le dice nada a mi sensibilidad el mundo tecnológico. Está ahí, pero es como si yo no lo viera.

Dibujo de Malena Martinetto

Por supuesto que entiendo perfectamente la configuración social que rige en los pueblos pequeños, tanto en el que nací como en el que ahora vivo. Su sistema de jerarquías, de aceptaciones y rechazos, regulado básicamente por el poder adquisitivo de cada quién. Quiero decir que no soy ingenua, entiendo perfectamente el mundo en el que vivo. Y no me parece muy diferente de lo que sucede hoy en todos lados, es el mundo en que vivimos, así como es, materialista y consumista, donde la vida humana ata su valor a la circulación en el circuito económico (este argumento está trabajado en Círculo de fuego, otro de mis libros, también editado en Cartografías, con el símbolo de los demonios).

Nuestro mundo es así, pero para mí son solamente circunstancias externas a lo que me interesa, que podría explicarlo así, y sin duda no podré decirlo con exactitud, pero me refiero al enigma de la vida y de la muerte, del bien, de la verdad y la belleza, el enigma de ser, al escribir, algo así una conciencia testigo de lo que es. Y me viene a la mente ahora mismo, por esta reflexión, una cita preciosa, con la que Calvino cierra su libro “Las ciudades invisibles”, la voy a buscar para citarla exactamente, es así: “el infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio.”

-Sobre el libro que nos convoca, Mesa de escribir: por algunos comentarios en redes da la sensación de que era un libro esperado por vos y quienes te siguen, ¿por qué?

-Publico bastante en redes sociales, te diría que casi todos los días. Escribo mucho y tengo eso de compartir, de ofrecer libremente lo que escribo a los lectores, y recibo comentarios generosos, siento que lo que escribo de alguna manera resuena en quienes me leen. Con Mesa de escribir, que fue una serie de poemas que escribí relativamente en poco tiempo y de manera muy intensa, se produjo una linda química con los lectores. Seguían las locuras de esa mesa delirante, y yo las seguía con ellos. Preocupada, en mi caso, cuándo terminaría la furia. Cuando dejaría de hablarme y hablarme así. De día, de noche, a la madrugada, sin descanso. Hasta que, por fin, cerró la boca y el libro llegó a su fin. En realidad, no sé si la mesa se calló al fin, o yo dejé de escucharla, y la abandoné, agotada. Ahora lo cuento un poco en broma, pero realmente fue intenso para mí escribir este libro. Algo parecido me sucedió con Círculo de fuego.

-¿Qué es la mesa de escribir para vos? ¿Tal vez la mesa sea la poesía, las palabras esas que te salvan de la locura o de vaya a saber qué?

-La mesa de escribir es mi vida profunda. Y mi vida profunda es escribir, desde la infancia. La escritura es el sitio donde puedo darle un cauce a ese desborde de sensibilidad que me provoca el mundo. Poner en palabras es dar un orden arbitrario, imperfecto, parcial, sesgado, sin duda. Pero es un orden al fin. Y claro que me salva de cierto exceso de sensibilidad. No sé, si no pudiera escribir, sería difícil para mí, no me lo puedo imaginar. Tal vez bailaría, pintaría, cantaría, ubicaría esta sensibilidad dentro de los límites (y en la expansión, también) de una disciplina artística. Lo necesito para vivir con cierto delicado, y frágil, equilibrio.

Dibujo de Malena Martinetto

-Siento que este libro interpela a todo quien escribe: esas sensaciones de querer hachar la mesa, prenderle fuego, la angustia de la «mesa vacía», la posibilidad de rehacerla luego cuando el trabajo empieza a salir. ¿Allí están los fuegos de la escritura, de la inspiración, de las horas de trabajo, también?

-Todo eso que decís, salvo la mesa vacía, en este libro el problema era más bien el opuesto, estaba excesivamente repleta y todas las criaturas que la habitan me hablaban a la vez. Ahora las criaturas siguen ahí, pero más calmadas. Escribo todos los días, con un ritmo parejo, sin desborde psíquico, y físico, como me sucedió con este libro. Hubo días en que no sentía el cuerpo, ni hambre ni sueño. Estuve exhausta. Esto te lo digo por lo que decís del cuerpo, claro que es así, escribimos con el ser completo que somos. Y digo más, que no conocemos en profundidad. No somos una máquina previsible y programable los seres humanos. Escribo también, por mi caso lo digo, para conocerme, para saber quién soy, en última instancia. Se me va a ir la vida buscado ese saber y no lo encontraré, lo sé, pero no puedo resistirme a ponerme en viaje.

-¿Lo diste a leer a escritoras/es cercanas/os? ¿Qué devoluciones tuviste?

-Sí, por supuesto. Varios amigos escritores lo iban leyendo. Mi preocupación era que estuviera repitiéndome, poniéndome redundante con la mesa de escribir, y era tan intenso mi estado que temía no darme cuenta. La mirada de ellos me ayudó a centrarme, a tomar aire, y poder seguir. Son fundamentales los amigos escritores, son personas que te entienden porque están en un sitio similar al tuyo y con problemas parecidos, aunque cada escritor es un mundo propio, y cada uno es único. Gran parte de la atención que recibo en las redes tiene que ver con dos amigos que me leen y me han ayudado mucho en este último tiempo. Sobre todo, me han ayudado con la confianza en mí misma y en lo que puedo ofrecer en el campo de la poesía. No quiero dejar pasar esta oportunidad sin mencionarlos. Se trata de Lily Chávez y de Alejandro Schmidt.

Dibujo de Malena Martinetto

-¿Sentís que otras mujeres están frente a tu mesa de escribir, tal vez ocupando este lugar que su época les negó cuando escribir era cosa de hombres?

-No, no siento en lo particular que escribir sea para mí algo así como una reivindicación o un sitio ganado con esfuerzo, la verdad que no. Sigo con atención y respeto el colectivo de mujeres que están haciendo el trabajo de concientizar el duro peso del patriarcado en la vida cotidiana de muchas mujeres. Me parece un proceso necesario. Una búsqueda de equilibrio en el reparto de derechos y obligaciones, y noto claramente cómo mis hijas mujeres son ahora muchísimo más libres y dueñas de sí mismas que lo que era yo a su edad. Esto en lo que respecta a la vida social, vincular.

Pero en mi caso particular, y en el caso específico de la escritura, quizá porque las mujeres que me criaron, madre, abuelas, tías, eran mujeres fuertes, que supieron ganar, tanto en la familia como en la vida social, respeto para sus propias vidas, no lo siento así. No siento que yo esté haciendo nada que mi mamá, por ejemplo, si lo hubiera querido, no hubiera podido hacer. Además, hay otra situación particular que se dio en mi caso.

De los libros de mi infancia recuerdo la colección de los libros preciosos de unos señores que se llamaban los hermanos Grimm, Perrault o Andersen, ilustrados por una mujer que se llamaba María Pascual. Debo decir que cuando yo crecí con esos libros, tan importante, o más, que los señores que los habían escrito, era la persona que los dibujaba. Esas ilustraciones son sublimes, eran verdaderos libros-álbum, como se les dice ahora (voy a agregar algunas fotos de los restos de esos libros de mi lejana infancia, algo pudo salvarse de las travesías que hubo en la familia desde ese tiempo hasta hoy) Y también, crecí con toda la obra para niños de María Elena Walsh, mi madre era una apasionada de la literatura para niños, era magnífica contando sus cuentos a sus alumnos, muchos la recuerdan aún hoy y, por supuesto, tenía una biblioteca muy bien nutrida que era mi delicia. Recuerdo también a Laura Devetach y su torre de cubos (y la desobediencia de tener ese libro que estaba “prohibido”, yo no entendía muy bien que sucedía, era una niña en el 76, cuando aprendí a leer, pero mi mamá, a mis ojos, era una persona valiente y osada, un modelo para mí, por ese tipo de detalles) Y otra mujer me viene a la memoria, María Hortensia Lacau, y su burro Ramón, “ay mi burro Ramón, cuatro manchitas blancas y una marrón…”, yo amo al burro Ramón, al burrito Platero no llegué a conocerlo en el momento adecuado, en fin, qué quiero decir con todo esto. Que cuando yo crecía e iba entrando en el mundo de la literatura, lo hice principalmente de la mano de mujeres.

Marita Echave, gran amiga de mi madre, vecina de la casa de mis abuelos, fue la primera persona de mi círculo de conocidos que tenía un libro escrito por ella. Eso para mí fue deslumbrante, un libro precioso de Marita, “Vuelo en cruz”. Mi taller literario, todas mujeres…Yo a esa edad pensaba que la literatura era cosa de mujeres, como tejer o bordar o cocinar. Los hombres, en cambio, trabajaban en el campo de sol a sol, o iban a cazar o a pescar, al bar a jugar al truco, y no les importaba para nada la literatura.

-Respecto de tu estilo, tanto en este libro como en Círculo de fuego, por ejemplo, la poesía y la prosa se tocan, se fusionan. ¿Trabajás con la libertad de que un poema se pueda convertir en prosa poética y viceversa?

-Como te decía antes, el pensamiento acerca de lo escrito por mí llega en un segundo momento. No me preocupa para nada antes. Escribo como viene, a veces breve, lacónico, a veces tan extenso, como un río que no cesa y fluye y fluye, y lo dejo correr. A propósito de la extensión de los poemas, si breves, si extensos, una vez conversando en un encuentro con otro escritor, él me dijo algo así, que cada poema tiene la extensión que necesita para ser él mismo. Quisiera tomar esa reflexión como apropiada también para esta cuestión de los géneros, y responder así, que el poema toma del vasto campo del lenguaje lo que necesita para sí mismo. Porque en última instancia, lo que determina que sea un poema es que pueda tocar la sensibilidad del lector, que haya esa chispa, esa energía, no si responde a la estructura de un soneto o si es un verso libre.

-¿Cómo fue el trabajo con tu hija, que ilustra la tapa? ¿Ya tienen un modo de trabajo conjunto, un diálogo sobre ambas obras, considerando que no es la primera vez que ilustra un libro tuyo?

-El primer libro que me dibujó Malena, tapa e interiores, fue “Bajo la luz de una pequeña lámpara”, que salió en 2015 con Llantodemudo, una editorial de Córdoba. Fue así, cuando estábamos en el proceso y el editor me envió algunas posibilidades para la tapa, ella me dijo que, si yo quería, me dibujaba ella la tapa del libro. Por supuesto le dije que sí y así comenzamos. En ese entonces, iba a la escuela secundaria, hizo una orientación en Artes Visuales, y dibujaba mucho, y lindo para mí, le gusta hacerlo. Y con los años, podría decir que creo que el dibujo ahora es para ella lo que para mí es la escritura. Un sitio donde expresa su sensibilidad. Ella me lee siempre, no sólo a mí, lee mucho y de todo. Las veces que dibujó mis libros, los lee completos y después los dibuja, interpretándolos, como ella los ve.

-Esta pandemia, ¿cómo te impactó en tu ser y tu escritura?

-En mi vida no mucho en realidad, puedo mantenerme serena, no soy una persona temerosa, ni frente a esta situación ni frente a otras, tal vez las pérdidas, de mi madre y mi hermano menor, por enfermedad, me han hecho fuerte, con mayor aceptación de la muerte, no sé, pero no estuve ni estoy asustada. Y soy más bien solitaria, así que no ha afectado mi cotidianeidad. Sí extraño ver a mi familia, que viven todos fuera del pueblo en el que vivo, y no podemos reunirnos. Con la escritura ningún cambio, sigo escribiendo como siempre. Y con respecto a la circulación de los libros, sí, a los anteriores los pude presentar y siempre fueron momentos muy bellos, ese compartir, poder hablar de cada libro con personas a las que les interesa. Eso siempre es bello y por el momento no lo podemos tener. Así que habrá que hacerlos circular más en redes, hasta que se arregle esta situación de la pandemia (porque terminará en algún momento) y volveremos a encontrarnos en persona.

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Soledad Vargas: “Creo que las mejores pérdidas son las que valieron la pena”

 

Podría decirse que en Las mejores pérdidas, el último libro de la poeta Soledad Vargas, ella compila fragmentos de pérdidas a lo largo de su vida. En esta conversación, que es un minucioso recorrido desde sus primeros descubrimientos de la literatura hasta hoy, sintetiza: “En este libro, la posición puede ser esa: cómo se vive o qué se hace con lo que perdemos, aunque también creo que es una ilusión creer que se tiene algo”.

Soledad nació en  Salta en 1982. Hoy vive y  trabaja en Córdoba, como  médica psiquiatra y  psicoanalista.  Publicó su primer libro de  poemas  Nosotros nos  fuimos antes, en el año  2017, por Buena Vista  Editora.  Formó parte de la  antología  Órbita,  veintiuna poetas  cordobesas, Postales Japonesas Editora, 2019.  Colabora con  Divanes  Nómades, revista de la  Ecole Lacanienne de  Psychanalyse.

Soledad Vargas
Soledad Vargas, poeta

-¿Cómo llega la poesía a tu vida, la lectura, luego la escritura?

-Voy a ir de atrás para adelante, me sale recordar, y seguramente son recuerdos que se terminan de armar hoy. Incluso me atrevo a decir que esta respuesta sería diferente de acuerdo a la resonancia de cada día. En esta mañana pos día de la independencia, pienso que fue cierta sensibilidad que no me dejó escapar de un interés en las palabras, en cómo se ordenaban y cómo impactaban. Poesía creo que es toda esa experiencia que viene a mover el mundo como lo conocías, y mirás a los otros para ver si también sintieron el sismo y crees que nadie lo sintió. La poesía como una alucinación, íntima, y casi inexplicable.

Recuerdo en mi niñez, llegó a mí el diario de Anna Frank y algo de ese mundo que escribía en pleno Holocausto me hacía sentir la experiencia literaria, el mundo que escribimos en medio de guerras o de pandemias. También me acuerdo de una serie televisiva, yanqui, doblada, en la televisión salteña de aire, llamada “Vicky La pequeña maravilla” o Small Wonder, que trataba de una niña robot que era “adoptada” por una familia en pos de un proyecto empresarial. Era irónica, filosa, era una suerte de pequeño espejo para esa familia. Pero a la vez ella iba adquiriendo cierta humanidad.

Yo debo haber tenido su edad cuando me encontré con ese robot, y no sabía que esa inversión de lo bien dicho me estaba afectando. “A una robot no le duele nada”, dice el padre de familia. Creo que así llegan algunas cosas importantes a la vida, esas que decantan, que las sentís a priori y las explicás a posteriori.

Traducir latín y griego de pequeña y sentir alegría en eso, preguntarme cómo pensaban o hablaban en el ágora si escribían en ese orden sintáctico, comenzar a incomodarme porque en el colegio una profesora tenía que darnos algunos autores casi en secreto porque no eran permitidos. Como Kafka o Kundera. Creo que eso tiró del hilo interminable de la lectura. Tanto, que no salgo sin un libro a la calle, parece un cliché, pero realmente me agarro del libro con el que salgo.

«Una noche presentí que me iban a robar, y pensé: ojalá que no sea la cartera, porque tenía una edición hermosa de César Vallejo. Por suerte, esa noche me robaron sólo el celular».

Una noche presentí que me iban a robar, y pensé: ojalá que no sea la cartera, porque tenía una edición hermosa de César Vallejo. Por suerte, esa noche me robaron sólo el celular. Sigo reflexionando y podría decir que la poesía, además, llegó con alguna forma de la locura, con el enamoramiento de la locura, con el apego a lo literal de la literalidad para hacer un esfuerzo sobre eso, con el encuentro con poetas en carne y en papel.

Ahora me pregunto, por ejemplo, sobre el encuentro con el verso. Me pasó con éste: No te salves no congeles el júbilo…no te quedes conmigo. No volví a leer a Benedetti, pero quizá con él conocí el verso, eso que va abajo, finales supuestamente efectivos. Lo imperativo de ese poema que te habla, que te incluye, que te pide algo.

Después pienso sobre cómo ingresó la idea de que yo misma pudiera llegar a ese ejercicio de escritura. Tuve intentos fallidos de muy pequeña, hay un juicio difícil de suavizar. Como decía Deleuze, el problema no es la hoja en blanco, el problema es la hoja llena de cosas escritas por otros. No sé si decía que era un problema y creo que hablaba de la pintura, pero estos son mis recuerdos. Tuve muchas etapas. Me parece que la fundamental es cuando sentí que había algo que se escribía en mí, más allá del papel.

Soledad Vargas

Cuando paso por la experiencia del papel-computadora es otro momento y es maravilloso porque el mundo se acomoda un instante para intentar decir algo que quiero que exista, que tenga más forma que una rumiación insostenible por el cuerpo. Supongo que busco la traducción de no sé qué. Es una actividad totalmente inútil en la lógica del pancapitalismo, pero es absolutamente necesaria para vivir algo vivible, para mí en todo caso.

Sigo con los recuerdos más actuales, creo que hubo un quiebre, para tomarme todo esto en serio, o con la seriedad que te hace vivir un poema cuando lo terminás de leer y tenés que cerrar el libro y parece que vivís fuera del tiempo y estás más de acuerdo con el mundo; esto sucedió cuando conocí a un poeta de verdad, no sé si eso es tan frecuente.

Este poeta me pedía ávido que le lea lo que comenzaba a escribir, ya con más soltura, menos miedo, menos melodrama; este poeta me dijo que el poema empieza cuando termina, que había que ponerse a trabajar, que le encantaban esos versos de Vallejo que dicen: “Mi madre me ajusta el cuello del abrigo, no porque empieza a nevar, sino para que empiece a nevar.”

 

“Mi madre me ajusta el cuello del abrigo, no porque empieza a nevar, sino para que empiece a nevar» (César Vallejo)

 

Un poema nos hacía nevar. Un poeta que también decía que el primer verso era fundamental para querer seguir leyéndolo, pero el último verso también. “¡Ahí tenés un final!”, gritaba emocionado. A veces repito estos, sus versos, como un mantra: “Algún día será tanto el amor que traigas, que no habrá espacio sino para él.” Es como una promesa, que, además, en el poema lo puso entre paréntesis. Una promesa entre paréntesis. Podría ser un título de algo esa frase ¿no?

Lo que quiero decir es que el poema te puede prometer que va nevar, o te va hacer conocer la nieve, o el mar. ¿Qué más se puede pedir?

-¿Cómo fue el proceso de creación, de escritura de Las mejores pérdidas?

-No sé cómo explicar un proceso más que pensando en los fragmentos, creo que las mejores pérdidas son las que valieron la pena. Son fragmentos de “pérdidas” a lo largo de años, pero que no tienen una lógica temporal. Entonces, considero que la poesía permite salir de ese tiempo cronológico y hacer algo con eso que supuestamente ocurrió durante años. Quizá eso hace que sienta que el proceso de creación fue de la mano de lo que fui viviendo.

En este libro la posición puede ser esa. Cómo se vive o qué se hace con lo que perdemos, aunque también creo que es una ilusión creer que se tiene algo. Escribo pensando en poemas, no en libros, eso puede ser una pequeña dificultad a la hora de reunir poemas, que intuyo pueden tener que verse entre ellos.

 

Pérdida: “Que no tiene destino determinado”. Y, desglosando las raíces, además, tiene el verbo “dare”, el verbo dar.

 

Me pasó en algún momento vital considerar que me había arrancado de muchos lugares y hablar con un amigo de oído para la poesía, y expresarle esto como una cantidad de pérdidas con las que podía hacer un museo. Entonces él me dijo, consolándome y creo que mudando algo: Sole, somos las mejores pérdidas. Le robé el título, él lo sabe, amé esa frase, pero cuando la escuché fue como el hilo de reunión de estos poemas, y quizás ahí empezó a gestarse el libro, como para atrás.

Me gusta cuando buscando el origen etimológico o la historia de algunas palabras, las palabras se mueven o te dan posibilidades. Pensar la pérdida como una privación o carencia, como lo define la RAE, no da mucha esperanza; pero en otro lugar encontré el origen: “que no tiene destino determinado”. Y, desglosando las raíces, además, tiene el verbo “dare”, el verbo dar.

Ahora me vuelve una película sobre Elizabeth Bishop, que se llama “Luna en Brasil” o también la tradujeron como “Flores raras”, en donde ella comienza leyéndole a un amigo un poema, que luego sería El arte de perder. En ese momento este amigo le dice algo así como que el poema es corto o le falta todo un cuerpo. Ella, un poco se molesta, o no entiende. Al final ella “completa” ese poema, que no es nada menos que sobre el arte de perder. Entiendo que pudo escribir sobre ese arte sólo habiendo vivido, sobre todo habiéndose movido. No deja de ser un arte sobre el encuentro. Quizá perdemos lo que nos encontró. Y después escribimos sobre ello.

-¿Qué relación tramás entre poesía, amor/desamor y dolor, que se tocan, se confunden en estos poemas?

-Se confunden, y seguirán confundidas. Creo que la relación es una pregunta. Fuente de seguir deseando. Una “excusa” digo en algún poema. Yo creo que los poemas van a ese lugar adonde está todo permitido. La poesía goza de impunidad, por lo menos yo como lectora la experimento así. “¿Vivir es responder?”, se pregunta Susana Villalba en un poema. Seguramente la pregunta ya está planteando una posición. Podría decir también que la poesía es la excusa para salir de la anécdota y entrar en el instante. Perdernos ahí puede amortiguar el dolor y darle consistencia a los días. Comprender algo escribiéndolo para no comprenderlo y que, sin embargo, el agua no se estanque.

Soledad Vargas

Ahora me pregunto si se puede escribir poesía sin haber sentido que amaba, si eso será posible; amando lo que se ame, un pájaro, un lugar, un recuerdo, en fin, una representación que te vuelva y te regocije y con la que puedas algo más que enajenarte.

-Se descubre una mirada de género de los poemas: ¿está esa intención de denuncia en tu poesía?

-Dudo de la poesía con intención, como que ya intervendría algo de la voluntad, y considero que la experiencia poética es sin destino, sin pasar por la cabeza. Creo que después hay una operación de lectura, y allí lo que yo opine sobre lo que escribo no tiene lugar.

Entiendo que en estos poemas hay una búsqueda, y que esa búsqueda definitivamente la hace un yo poético femenino, que ensaya decir algo de los golpes, incluso cuando el golpe fundamental creo que es un golpe a cómo te contaron la historia. Y la poesía en su función más bella violenta eso instituido.

Hay mucho de político en un gesto poético, si eso político transforma algo y se puede leer como denuncia llegará por añadidura, y no por eso con menos fuerza.

-¿Cómo sentís que juega tu experiencia como psiquiatra y psicoanalista a la hora de escribir? 

-Como decís, mi experiencia juega. Pensando en todas las voces que yo encuentro en estos poemas, reunidas en una sola, que, si tuve buen oído, es la que finalmente recorre todo el libro (o gran parte). Siento que ahí está el juego, en escucharlas, en dejarme tocar por los espacios heterogéneos que transito y dejarlas salir cuando pulsan hacia la escritura… espacios, también, donde considero que muchas veces soy testigo de operaciones sobre la lengua. Además, hoy prefiero dialogar más con la idea de que somos un montón de experiencias bombardeándonos e intentando reunirnos en un ego que no existe. La escritura da la posibilidad de fijar lo errante y desatar lo fijo, decía Marosa di Giorgio.

Por supuesto que también escribo en historias clínicas…pero ese es otro asunto.

-Sobre la estética del libro: ¿cómo la trabajaste?

-Como una composición. El libro como un objeto, con el que también una se encuentra me sigue interesando. Leo mucha poesía y creo que, desde el título o el diseño de una tapa, se sigue componiendo algo con lo que hay en el interior, o descomponiendo. Pero en lo más concreto, diría que tuve la posibilidad y la alegría de que la idea me llegue y no al revés. No fue mía. Sólo la acompañé. Me parece una foto bella, frágil y delicada, como una pérdida. Fue compuesta especialmente en diálogo con lo escrito. Creo que es un poema más del libro, que no entiendo, y para qué explicarlo.

 

-En algún poema hablás de la epidemia de la lucidez, de la cuestión de la tecnología como ese estar falsamente en vida y en línea. Parecen temas exacerbados con esta pandemia de coronavirus…

-Todo este libro se escribió antes del famoso coronavirus. Pero casi todo él, fue víctima de los efectos de lo que sigue siendo una pandemia. En algún chiste en las redes dije que era un libro atrapado por la pandemia, que hablaba sobre el amor, la otra pandemia. Escribo en esta época, seguramente algo se venía sintiendo.

Y en este tiempo leyéndolo desde la pandemia, he recibido comentarios de distintas índoles. Digo, como se leen Las mejores pérdidas en tiempos tan totalitarios, tan que todo falta, o todo sobra. Todo tan afuera, todo tan adentro. De hecho, durante estos últimos meses tuvimos grandes pérdidas, m

uchas de ellas forman parte de las mejores, así que sí, lo he leído y pensado desde este momento histórico tan potente.

Ya lo han dicho muchos pensadores, pero pienso en el virus como una lupa que nos ha hecho mirar más de cerca. O al revés, con una distancia que nos permite ver. Encuentro algunos poemas un poco teñidos de una experiencia crítica. Como citás, él “falsamente en línea y en vida”, parece un juicio, pero es más decir sobre una experiencia. Y ahora estamos no sé si tristes, pero haciendo malabares para inventar ese en línea y en vida.

-¿Cómo sentís que conversan estos poemas con tus anteriores?

-¡Se dan ánimo! Conversan desde una imposibilidad más amable. Y se dicen que, a veces, escribir es lo posible.

Por otro lado, pienso en que no sé qué cosa define la anterioridad, quizá la reunión en un libro. Pero leo a los “anteriores”, como pasos y a estos como una caminata con más ritmo.

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A propósito de un pez de honduras, Oscar Tomás Aimar y su obra “El besugo, una agonía”

Por Abelardo Barra Ruatta

El besugo, una agonía, de Oscar Tomás Aimar, es mucho más que una novela de suspenso, pues la obra se comporta como un rico tratado sobre el ser humano inscripto en su corporeidad y en su psiquismo encarnado, en su historia biográfica, en su contexto social, cultural e histórico. La trama argumental es apasionante, porque Aimar posee la exquisita virtud de hacernos remontar a la representación visual de lo descripto, al tiempo que sabe adueñarse con puntilloso conocimiento de la carga semántica de las palabras y por ello, es capaz de interpelarnos, con la sagacidad de su razonamiento y su irreverente tránsito por lo eludido y elidido por la sociedad (y aún por una parte importante de una literatura desideologizada). Todo ello nos permite enfrentarnos no solamente con un novelista sino con un pensador de talla que, en la mixtura de un lenguaje -por momento lindante con una poesía sucia – que remeda el lenguaje de los seres cotidianos y que, de repente, se carga de preguntas que sólo se enuncian cuando indagamos desde un rico capital simbólico tomado de preocupaciones filosóficas.

Benjamín Otamendi, policía exonerado de la fuerza y devenido en investigador privado de poca monta, es quien se encarga de denunciar este costado de profundo pensador que caracteriza a Oscar Aimar: “Estoy pensando demasiado. Me vendría bien un asistente, alguien con quien siquiera poder hablar un poco, para no pensar tanto. Hablar de cualquier cosa, escuchar a alguien, para que el otro me saque un poco a la realidad. Un pesquisa debe tener ideas prácticas, y yo estoy divagando como un filósofo”.

Cada intervención de Otamendi es una ocasión que Aimar utiliza doblemente: dar encanto a la trama del relato y salirse de ella para interpelarnos con reflexiones que poseen validez universal. De ese modo se suceden cuestiones que tienen que ver con el rescate de una forma devaluada del saber: la sabiduría de los dictados populares (“Dale al hombre una causa justa, o algo que se parezca, y se convierte en una fiera”), el sentido mismo de la realidad humana y su pequeñez cósmica (“Nadie, pero nadie en el mundo sabe donde estoy ahora”), la insensibilidad del cosmos respecto del pequeño lugar que ocupan los humanos en el mismo (“Porque no conozco, las cosas se me aparecen como al azar, y se hace evidente su desorden”), continuando con esa idea de contingencia (“Por eso nos gusta viajar, para salir de ese estado de previsibilidad. No para conocer, sino para desconocer”), rematando con doloroso realismo acerca de esta visión del azar presidiendo nuestro débil paso por la existencia, porque para Aimar, el planeta mismo es un accidente físico en la economía de las leyes que rigen al universo, leyes, que de tan secretas se parecen simplemente al azar, (“Y basta con verlo desde aquí, en un momento como este, para estar seguros de que ahí afuera no hay nadie, y de que este planeta nuestro surca la oscuridad, desde hace millones de años, en busca no de otra cosa que del cascote cósmico que lo destruya de una vez”), la apelación a los afectos como único reaseguro provisorio que poseemos para afrontar este tránsito por la vida  -temática que vertebra al relato al punto de resultar el colofón mismo del relato de Oscar Aimar- (“Manos -pensó Otamendi-, la humanidad seguirá generando manos, miles de millones de manos hasta la consumación de los siglos, y ninguna volverá a ser la mano de mi padre”). Final sobrecogedor que nos deja un instante sin poder respirar, porque revela, en lo más pueril, en lo menos sofisticado, en lo menos intelectual, el secreto último de las preocupaciones que nos obsesionan: la enormidad constituyente de los afectos.

Es maravillosa la descripción que hace Aimar de la pintura que encierra la respuesta que Otamendi-Aimar pensador e investigador privado, nos da acerca del sentido de la vida (y no de la resolución de la interesante trama que vertebra la novela). Y el desarrollo de la novela, tal cual me interpeló, es también una excedencia respecto del excelente manejo que hace Aimar de los acontecimientos delictivos que le proporcionan la negritud policial a la novela, porque se trata de un amplio recorrido por cuestiones de la realidad próxima, por cuestiones del país, por cuestiones que caracterizan a lo latinoamericano y finalmente, por lo ya resaltado, el espíritu de indagación antropológica que hace que la novela de Aimar puede ser entendida (y sentida) por ubicuos lectores.

Caracterizaciones idiosincrásicas de lo nacional-latinoamericano y auscultaciones en una historia que se cierra a la medida de las clases dominantes, reflexiones sobre el papel del gobierno y el estado, la tutela insensible del patriciado, el nefasto corporativismo encubridor de las fuerzas del orden, caracterizaciones estéticas discutibles y provocadoras (“El chico agradeció con un gesto; un feo labio leporino le torcía la sonrisa”), una mirada promiscua de la sexualidad y un erotismo decadente que se nutre de la realidad de los cuerpos corrientes (“El torso debía ser más tórax y espaldas que otra cosa, pero conseguía que los senos ajustados parecieran opulentos. El vaquero puesto a presión rescataba algo apenas de un pasado remoto”), el sórdido mundo de las whiskerías y el recurso genital a las prostitutas.

Todo hace que el enredo ontológico del hombre besugo refleje la agonía y el esplendor fugaz de lo humano. Aimar se revela una vez más como un hacedor de relatos apetecibles, apasionantes, sin condescendencia con las normas de la urbanidad cívica y moral. Un pensador que apela magistralmente a la narración para dar cuenta de una visión del mundo ¿pesimista?  No podría aseverarlo. Yo diría propia de un existencialismo realista.

Redunda el consejo. Vale la pena acercarse a este poderoso escritor y a esta notable obra. 

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Reseña de «Algo que vuele», el libro de cuentos de María Paula Vettorazzi

Texto de Virginia Abello para El Corredor Mediterráneo, editado por Antonio Tello, en Diario Puntal

“Yo soy esa que ellos dicen, y están seguros de eso. Sale de sus bocas ese mismo nombre que hace tiempo me resulta ajeno. Lo acortan y parece que fuera mío y de nadie más.” Así habla la narradora del cuento Esos otros que perdieron la memoria, en el que un grupo de amigos visita a Tomás después de un accidente en el que se ha lesionado su memoria a corto plazo. ¿Es necesario un accidente para que la memoria se fisure, se vuelva porosa y llena de dudas? Tomás logra recordar que la narradora trabaja de poeta. Ella espera risas, nadie se ríe, tampoco lo corrigen. “Los miro a todos, uno por uno: ellos creen que yo soy poeta. (…) Nadie me mira y siento que como el primer sánguche de mi vida como poeta.” Son las palabras de los otros las que terminan de delinear los contornos de nuestra identidad. Son los otros los que confirman constantemente el mundo que no paramos de crear con cada mínimo gesto. Como su personaje, es María Paula escritora cuando la editamos y la leemos y la reseñamos. Y sus palabras devuelven todo el tiempo esa confirmación de un mundo que tenemos la sensación de que siempre estuvo ahí, sólo que no le encontrábamos la forma de decirlo.

Este libro nos muestra que no es necesario construir literatura desde lo extraordinario y lo espectacular. Podemos sensibilizar nuestra piel y enfocarnos en algo pequeño y sutil, de modo que Mara atravesando una ronda de chicos con navaja, como sucede en Invierno por dentro,  ya tenga la suficiente fuerza para representar la omnipotencia de la muerte cercana. O que eso que se quiere decir, que se tiene atragantado y se necesita contar, no se termine contando nunca; y aunque el título nos anuncie: Hasta que la luz nos obligue, esa luz nunca llega y la pareja prefiere hacer el amor a oscuras. Escenas cotidianas, personajes verosímiles y sucesos pequeñísimos pero cargados de sentidos como un aleph. Es esta narradora, diferente en cada cuento aunque casi siempre mujer, que nos obliga a hacer foco en detalles que por primera vez se narrativizan: cómo se busca una media perdida en esa bolsa que hacen las sábanas al fondo de la cama, o la anciana que debe alimentar al perrazo y le tira el balanceado desde el hueco de las rejas del patio.

¿Por qué la narradora casi siempre es mujer? ¿Por qué las protagonistas son siempre mujeres? En una entrevista a la autora, ella dice que la escritura de estos cuentos ha coincidido con su despertar político en el movimiento feminista. Me atrevo a proponer otra mirada. Creo que la pregunta es tan ridícula como sonaría preguntarnos por qué la mayoría de los protagonistas de los cuentos de Cortázar son hombres. Una pregunta más válida sería por qué María Paula elige con predominancia una narradora en primera persona con características similares a sí misma en género, edad, estudios, trabajo. Posiblemente sea una búsqueda de respuestas personales, pero a la vez exponiendo la carne, honesta y transparente: esto es lo que soy, esta es mi mugre, mi sinsentido. Y también funcionan como conjuro desatador de nudos que están dentro, inexplicables y molestos. Como es el cuento Viaje por el Pedraplén, donde Carla se ve a sí misma ridícula y caprichosa al descubrir que toda su molestia se basaba en un prejuicio hacia el guía de turismo, un señor de 58 años que por primera vez iba a ver el mar en su propio país. O el cuento Romerito, donde la joven abogada no puede decidir qué vínculo humano va a tener o corresponde tener con Romerito, un viejo que le cebaba mate en el trabajo y que fue denunciado por violencia doméstica. Al cruzarlo luego de un tiempo no lo saluda y eso queda como nudo, como algo inexplicable, irresuelto.  

Así como son una búsqueda para su autora, también representan un desafío para la interpretación. Estos cuentos exigen un lector o lectora sensible a las sutilezas y que se deje atravesar por las problemáticas humanas y universales que plantea cada relato: lo callado que pugna por salir a la luz, la cercanía de la muerte, la superación del daño, lo impreciso de las relaciones humanas, la sospecha de estar pendidos de una telaraña de sinsentidos. El manejo de la información se realiza con tal maestría que nos dejamos conducir en cada relato a través de un aceitado mecanismo de intriga para encontrarnos hacia el final con nuevos sentidos que no son el mero descubrimiento del enigma. No importa ya qué le sucedió en San Juan a la narradora de Más atrás de San Juan. Al final del cuento no es esa curiosidad mórbida la que nos mueve sino la constatación de que no sabemos por qué hacemos muchas de las cosas que hacemos. Es esa presencia permanente del daño con el consecuente velamiento que autogeneramos lo que queda en nosotros como una ventana abierta.

Justamente, estos cuentos son ventanas abiertas para mirar la realidad desde otra perspectiva. No se nos dice nunca cómo mirar ni cómo evaluar lo que se mira. En este sentido, son muy interesantes los dos cuentos que María Paula elige narrar en tercera persona: Pájaro Negro y Algo que vuele. La narración es de observación, sin juicios, sólo de lo que los personajes hacen. El potente efecto que genera es que se está contando una verdad. No es la mirada de un personaje, es LA mirada constructora de realidades. Así aparece esta playa, en la que dos señoras se bañan, una es gorda y la otra delgada, y se sacan la parte de arriba de la malla y se abrazan bajo el agua. No hace falta decir que son pareja porque a esta forma narradora no le interesa si lo son o si no lo son. La señora delgada está insegura porque su cuerpo está amputado: le falta un seno. La señora gorda la distrae, le dice que adivine lo que dibuja con las manos: es algo que vuela. Poder mostrarse, así amputada, vieja, dañada, ridícula, distinta es algo así como volar. Y como termina haciendo la mujer delgada, aleteando y graznando como los pájaros a pesar de las miradas, así también estas historias son algo que vuela, porque muestran con honestidad lo que hay para mostrar.

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Algo que vuele o sobre cómo la amistad se convierte en libros

Con este texto el escritor Joaquín Vazquez presentó el libro Algo que vuele, de María Paula Vettorazzi. Ambos, autores editados por Cartografías

Por Joaquín Vazquez

Hace algo más de dos años conocí a dos chicas que hoy son grandísimas amigas mías y ahora están acá, a mi lado. Un poco por azar y otro poco por sincronía, coincidimos, afortunadamente, en un bar. Nunca se los dije, porque no hizo falta, pero, por la dudas, aprovecho ahora: para mí fue amistad a primera vista. A mí me había invitado el Pablito y a la Anto, la Emepé, también conocida como María Paula. De ella voy a hablar. Ya sabía que era de Sampacho, abogada y que iba al taller de narrativa de la SADE. Con esos datos, un segundo antes de que llegara la birra – perdón por tanto detalle, pero es importante y quiero decirlo porque todavía nos reímos de eso- le pregunté, sin rodeos, si hacía cama solar. Era una pregunta crucial, no entendía cómo alguien, a comienzos de septiembre, podía tener ese color. Tenía que haber algo artificial que lo explicara, que probara que mi palidez quizá algún día también pudiera llegar a ese tono, que los veranos y la transpiración nunca me dieron cuando todavía lo intentaba. Antes de responder, nos miró a la cara a uno por uno y sonrió: no, dijo, soy así, negrita y peronista, como para que no quedaran dudas.

            Así supe quién y cómo era ella y por qué los cuatro íbamos a ser amigos. Sobre esa situación, sobre ese fondo, vendrían los detalles. Sobre ese uso de los silencios, de las miradas, de los tiempos y de los remates iba a empezar a ver, también, por qué María Paula era narradora. No es algo de lo que cueste mucho darse cuenta, lo deben haber notado ustedes también como familiares, amigos, colegas. María Paula convierte en un gran relato y sin proponérselo cualquier cosa que cuente. Administra la información, le hace creer a su auditorio que está divagando, que está a punto de perderse, que todo es una gran digresión, pero en el momento menos pensado ajusta la imagen y la calibra con la emoción.

Hablo, todavía, y aunque no parezca, de la Emepé oral. La que se presenta primero con su locuacidad para que no se note tanto su sensibilidad, la que, de todas formas y por suerte, no puede ocultar. Hablo, también, de la Emepé de las anécdotas escatológicas, que no voy a reproducir acá, primero porque no da, y segundo y principal, porque ella las cuenta infinitamente mejor. Valgan por caso, y esto no es escatológico, es de público conocimiento- ella misma se encarga de contarlo, siempre con renovada maestría y marcada preocupación- lo que le pasa a la planta de sus pies y los experimentos que hace para tratarlo.

Ahora bien, y ya poniéndonos más serios, hay que decir que, al escribir, María Paula invierte con mucho acierto aquellas dos cualidades que le son propias en la oralidad. Cambia la locuacidad por un uso sosegado de la palabra y pone a esta última al servicio de la sensibilidad. En Algo que vuele no hay golpes de efecto ni cartas de otra baraja que aparezcan inesperadamente para cantarle truco al lector. Hay un plan decidido por ir, sin apuros, al meollo de lo que decide narrar. La magia ocurre bajo lo dicho y no tanto en los vínculos como en las emociones que llevan aparejadas. Esto pasa tanto en sus relatos de corte más realista o en otros como Selva, por ejemplo, donde algunos elementos sugieren algo fantástico. No hay acá grandilocuencias ni altisonancias. La apuesta es más radical y, por eso, será más duradera: los efectos especiales, los fuegos artificiales, para Hollywood. Algo que vuele prueba que, cuando hay algo para contar y se sabe cómo hacerlo, no hace falta apelar a recursos ni temas taquilleros. Pero ese saber, y acá quiero hacer hincapié, no se adquiere por arte de magia.

Escribir no es un hobby, es un trabajo. Y no se realiza sólo en el acto mecánico del tipeo. En el caso de María Paula, se nutre de todo lo que la rodea, siempre desde una perspectiva muy marcada pero que no se siente llegar. La ficción empieza, así, en la vida, pero no se identifica con ella. Está sometida a otras reglas y libertades, entre las que no se negocian las convicciones, pero en las que no hace falta gritárselas al lector. La de mi amiga Emepé, lo digo convencido, es una escritura sutil e incisiva a la vez. Profundamente política por el nivel de compromiso con su profesión de escritora -en efecto, todas las tardes cumple horario: escribe-; pero también por fidelidad a su percepción de mundo. Algo que vuele remedia sueños de aviones que no despegan y profesa un pedido de cuidado para todo lo que nombra: vínculos, enfermedad, amores, familia: que vuelen. Esa es la esperanza de fondo que como lector uno puede encontrar en estos relatos.

            Y apropósito del vuelo, una anécdota sobre el nombre de este libro – digo nombre y no título porque la acción de nombrar algo es más amorosa, implica otro trato con lo escrito-. En determinado momento del proceso de escritura, María Paula necesitó llamar de un modo personal a lo que se estaba gestando y, tras balbucear algunas posibilidades que no terminaban de cerrarle, decidió consultar al tarot. Mezcló, cortó, distribuyó  las cartas en la mesa del living de la casa de la Cele y dio vuelta una por una. El nombre estaba escondido y esperando por ella en un arcano menor, el cuatro de bastos.

El libro empezó a existir con ese componente de azar, o de presunto azar. Si hoy me lo preguntan, estoy lejos de mistificar, porque creo que las amistades se construyen con encuentros y cerveza, juntadas y talleres compartidos. Sin embargo, no deja de asombrarme cómo esta amistad de a cuatro se empecina en hacerse libro.

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María Paula Vettorazzi: «La escritura de este libro coincidió con mi despertar político»

La autora de Algo que vuele nació en Sampacho, Córdoba, en 1988; este es su primer libro

María Paula Vettorazzi nació en la localidad cordobesa de Sampacho y se crió allí, «con todos los privilegios que implica la infancia en el pueblo». Recuerda que, cuando tenía cuatro o cinco años, sus padres, junto con un grupo de amigos, fundaron la Biblioteca Popular Alfonsina Storni, la única del pueblo. «Hay una foto en la que aparezco accidentalmente en el plano, no estoy jugando, estoy mirando lo que pasa. Yo sabía que algo importante estaba sucediendo. En ese lugar, en el que había objetos de mi propia casa, me sentaba a leer poesía».

María Paula Vettorazzi

En esta entrevista Vettorazzi cuenta que estudió Derecho en la Universidad Nacional de Río Cuarto; vive desde entonces en esa ciudad y allí ejerce como abogada. Dice que mantiene su mundo laboral y la práctica de la escritura de modo «disociado».

Según comenta, el proceso de escritura de Algo que vuele coincidió con su «despertar político» en este tiempo de la revolución de las mujeres. Y se explaya: «Quizá por eso hay una presencia muy fuerte de ‘lo femenino’ en los relatos».

 

  • ¿Cuándo empezaste a escribir?

Empecé a escribir en la adolescencia, después hay un período en blanco que coincide con los años que estudié en la Universidad. No leí literatura y tampoco escribí ni una sola palabra durante seis años, hasta que me recibí y empecé un taller de narrativa. Ese primer día de taller sentí que aparecía un nuevo sentido en las cosas, dije: “era ésto” y fue eso hasta hoy.

  • ¿Tuviste o tenés algún maestro o maestra de escritura?

Rubén Padula fue mi primer maestro, pero ese aprendizaje no tuvo nada que ver con estructura y sintaxis. Rubén me enseñó lo que era importante. Después apareció Pablo Ramos, una experiencia muy intensa, pero que me ayudó a encausar esa pulsión, que es el acto creador. Hasta ese momento yo sentía que escribía “correctamente”, pero no lograba encontrar la motivación, o si la encontraba, no podía sostenerla hasta el final. Pude resolverlo y empecé a disfrutar muchísimo del acto de escribir, que es lo que me instala como escritora-para-mí, como dice la Heker. Hoy aprendo de mis compañerxs, los tengo cerca y los tengo siempre. La amistad para nosotrxs es decirle al otrx que lo que escribió es horrible. Ellxs siempre me mejoran.

  • ¿Cómo llegan estos cuentos? ¿Nos contás del proceso de escritura de estos relatos?

Todos, o casi todos, llegaron después de Ramos. El proceso previo a sentarme a escribir es el que más dura; llego a la hoja en blanco cuando tengo algo para decir, aunque no sepa aún del todo cómo voy a resolverlo. Entre medio pasan un montón de cosas: días, muertes, trabajo. Todo eso va influyendo en el texto. A Algo que vuele lo escribí en un período de nueve o diez meses; la idea de libro apareció cuando los cuentos estaban listos y parecían responder –extrañamente- a un todo.

  • ¿Cómo convive tu profesión de abogada con esta voluntad por escribir y publicar?

No conviven. Soy una cosa y la otra, por separado. Tengo que disociarme para poder escribir; me llevó mucho tiempo hacer que eso funcione. Todo es lenguaje, es cierto. Y también es cierto que la ley -como la literatura- es performativa, crea mundos, no sólo los nombra. Pero no existe tal dimensión creativa en la vorágine diaria; las discusiones iusfilosóficas ni siquiera empiezan cuando la prioridad es esa mujer o ese hombre que perdieron el trabajo y necesitan cobrar el mango.

  • ¿Sentís una conversación entre tus relatos y este tiempo revolucionario para las mujeres? ¿En qué sentido?

Algo que vuele se gestómientras las mujeres allá fuera –y acá adentro- estábamos dando grandes batallas. De algún modo, el proceso de escritura de este libro coincidió con mi despertar político, quizás por eso hay una presencia muy fuerte de lo femenino en los relatos, o al menos, esa es mi sensación. 

  • Sé que formás parte de un movimiento de mujeres que se está gestando en Sampacho, tu pueblo. ¿Por qué te parece importante dar esta militancia desde las pequeñas comunidades?

La militancia en el pueblo es algo hermoso. Hace unos meses, una compañera me hizo leer un texto de Laura Escudero que decía algo así como: “hay que saber habitar los tiempos del pueblo”, y eso es el feminismo, no anular el acto político. Con las pibas del pueblo la construcción es horizontal, la palabra circula sin academicismos, no hay voces autorizadas, todas tenemos algo importante para decir. Y nos esperamos, y el amor se gesta en esa espera.

  • ¿En tu rutina cotidiana tenés incorporada la escritura? ¿De qué manera?

Escribo casi todos los días, por la tarde, después del trabajo. Muchas veces sólo me dedico a leer. De a poco voy incursionando en la poesía, es una posibilidad hermosa y mucho más inmediata de vincularme con la escritura. Paso tardes enteras sin escribir, pero pensando en un diálogo o hablando con mis amigxs de tal o cual texto. Todo va a parar al mismo lugar.