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Virginia Abello, sobre La luz herida, de Pablo Mores

Escrito de la poeta y docente Virginia Abello para la presentación del libro La luz herida, de Pablo Mores.

Leí por primera vez un cuento de Pablo hace poco más de un mes cuando participamos en el Mundial de Escritura. Habíamos formado un grupo de nueve personas y todos los días teníamos que llegar a cierto número de caracteres escritos cumpliendo una consigna. Fue una semana de maratón. Al final, teníamos que elegir y votar un cuento de los producidos en el grupo, por lo que leíamos lo que había escrito cada unx. Pablo había elegido para presentar un cuento con un narrador niño en una especie de campamento y el juego o desafío de pescar una mojarrita. Y a pesar de que hay puntas a lo largo del relato que nos hacen imaginar la promesa de un nudo o nudos tremendos, la trama se va desmadejando mansa, pero no por eso menos densa. Me llamó la atención que un cuento no extraordinario (y para redundar en el prefijo, no extravagante) me dejara con la mirada en la nada, sin poderme salir de él. Y esa escritura era un ejercicio de sólo un día. Ahora, al leer los nueve cuentos que componen “La luz herida”, veo que la mecánica narrativa que funciona con la mojarrita no fue un simple azar, sino que es un engranaje estabilizado y particularísimo propio de todos los relatos de este autor. Y dicho esto, creo que ya confesé mi voto.

Hay algunas cosas que puedo contarles de Pablo para quien no lo conozca. Vive en Holmberg, pueblo donde nació y creció, en un boulevard que sube y se choca con el cielo y, como sus cuentos, promete una bajada al mar o una caída al fin del mundo, pero termina en unos lotes donde los chicos juegan cuadreras montados a caballo. Es padre de dos hijos. Esto me lo imagino un poco, pero puedo suponer que escribe en un tiempo robado, breve y preciso; o bien con un niño en upa, como Roberto Bolagno (o como yo, menos famosa, estoy escribiendo). Es músico, aunque se negó en esta presentación de su primer libro a mezclar la música con la literatura, para no quitarle su momento. Y lo último, su relación con la literatura ha sido informal, vital, necesaria. Y con esto quiero decir que su vínculo no ha sido deformado por estudios académicos en letras –perdón, lxs académicxs-. Quizás por esto es que su escritura es fresca y es auténtica.

“La luz herida” es el nombre del cuento que encabeza la serie y que da título al libro. Quizás es de todos los cuentos el que posee un trabajo mayor sobre el lenguaje. En este caso el narrador es un personaje marginal, un viejo supersticioso que husmea en la basura; que está solo, muy solo. Su lengua es la lengua de alguien que habla consigo mismo, que puede pasar de un tema a otro porque no se preocupa por un interlocutor posible. Gracias a que accedemos a su punto de vista, sabemos que el viejo no es malintencionado a pesar de su facha, a pesar de su pasado y de sus comportamientos sospechosos. ¿Pero cómo se ve el viejo de afuera? ¿Cómo lo ven los otros personajes? Sin duda como un “viejo culiado”, como le dice el gendarme cuando ve que ha entrado en su casa con su hija pequeña supuestamente a pedir un vaso de agua. Sin embargo, nosotros sabemos que el viejo quiere salvar a la niña, quiere hacer las cruces en la casa para ahuyentar a la luz herida que allí habita, no sabe por qué. La cosa es esta: el cuento teje una trama ya conocida y no pueden culparnos de mal pensadxs si esperamos encontrar un abuso o crimen o el intento de esconderlo o perpetrarlo. Pero eso no sucede. No hay indicios suficientes para decir que la niña era violentada o que algo malo ha pasado en esa casa. Menos podemos sospechar de las intenciones del protagonista que no hace más que desnudarnos su conciencia a lo largo del relato. Y tampoco, vaya frustración, es defendible la hipótesis de que las cruces produjeron el incendio de la casa. No hay crimen, no hay magia. ¿Qué nos queda? Los cuentos de Pablo nos van a llevar a ese extremo de despojo categorial. Terminan siendo cuentos realistas, pero no sin antes torcernos la lectura, la mirada.

Virginia Abello, junto a Pablo Mores, autor de La luz herida

Voy a hablar de otro cuento: “Domar la bestia”. En este caso, el  narrador testigo se parece mucho a nuestro Pablo (¿vale decir esto?). Vive en un pueblo, hace dos meses que se mudó allí al boulevard, y es invitado por su vecino Carlos a ver algo en su casa. Hay un objeto imposible de pasar desapercibido: una vela encendida al lado de la foto de la fallecida esposa de Carlos. Pero eso no es lo que él quiere mostrarle, sino su colección de insectos disecados. Carlos se entusiasma contándole al narrador todo el proceso, incluso atrapa una langosta y la encierra en el frasco con acetona que será su cámara letal. Pero hay otra cosa que no pasamos por alto: el mal olor, el olor a carne podrida. Y Carlos que nos invita a la pieza del fondo, a través del largo pasillo, porque hay algo más que quiere mostrarnos. Y esperamos lo peor, al mejor estilo Poe, llegando a lo más profundo de la casa, de la trama, de lo horripilante. ¿Me bancan el spoiler? No hay señora esposa momificada. Sí hay un cráneo de vaca y el entusiasmo de Carlos aprendiz de taxidermia. Y es ahí, cuando no sucede lo extraordinario, que se nos revela lo ínfimo, lo sutil: la alegría de un hombre solo porque lo escuchan. Él ha encontrado cómo domar la bestia y no es sólo con vino, como dice al principio guiñando un ojo al comprar los tetras. Y por haber escuchado, le regala al narrador un escarabajo fascinante, una especie de amuleto contra las bestias del dolor y el duelo.

Un cuento más: “Las fuerzas invisibles”. Es uno de los dos cuentos del libro cuyo narrador protagonista es un niño. En este caso, el escenario es el campo, donde vive el primo Fede y donde trabaja el padre del narrador. Los chicos pasan tiempo juntos, se mienten, inventan historias, se invitan a sus juegos preferidos o sus formas preferidas de pasar el tiempo que son distintas para cada uno. Fede representa una masculinidad dominante, agresiva, dura. Él quiere ser vaquero, coger a su esposa y hacerle muchos hijos. El narrador en cambio dice que tiene una novia, que se dan la mano y caminan por las calles del pueblo. Los chicos salen a andar a caballo. Fede usa el caballo más fuerte e inteligente y va primero, decide a dónde se va. Tinchito, el narrador, le toca seguirlo a Fede y al Polo y no tiene idea de cómo manejar su colorado. Y he allí las fuerzas invisibles que mueven a los caballos y que atemorizan a Tinchito, porque no las puede controlar. Esas fuerzas inexorables en las que vamos montadxs son las que nos llevan –y a veces nos catapultan- a un destino, a un lugar, a una identidad, sin que podamos hacer gran cosa al respecto. El lugar del narrador no es el campo, no es ser el jinete que golpea su caballo caprichosamente, sino ese lugar que ve reflejado en las bolitas de rulemanes, un lugar que imagina, un lugar que habilite lo que él quiere ser.

Muchas más cosas pueden decirse de este libro. Sin dudas, hay una apuesta en la elección de la geografía que se privilegia en los relatos: un pueblo en el sur de Córdoba. Hay una apuesta amorosa en la elección de los personajes marginales e invisibles, como son el viejo de la luz herida, los niños, los vecinos solitarios. Hay una elección sólida de la lengua con la que se narra. Dijo el Joaco Vazquez que Pablo escribe como habla y no es menor lograr eso en la escritura. Y qué lindo que habla. Pero sobre todo, lo que más me llama la atención es la mecánica narrativa que se va replicando en los relatos. Es la promesa de desenlaces deslumbrantes que no llegan y la frustración consecuente. Y luego, torcer la mirada y buscar los sentidos en los pliegues del relato, porque algún sentido debe haber. Algo así como la vida para los que crecimos en los ´90, en el medio de discursos que prometían que todos nuestros sueños eran cumplibles. Los desenlaces deslumbrantes son los menos y los que menos importan. Y estos cuentos nos lo recuerda.

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A propósito de un pez de honduras, Oscar Tomás Aimar y su obra “El besugo, una agonía”

Por Abelardo Barra Ruatta

El besugo, una agonía, de Oscar Tomás Aimar, es mucho más que una novela de suspenso, pues la obra se comporta como un rico tratado sobre el ser humano inscripto en su corporeidad y en su psiquismo encarnado, en su historia biográfica, en su contexto social, cultural e histórico. La trama argumental es apasionante, porque Aimar posee la exquisita virtud de hacernos remontar a la representación visual de lo descripto, al tiempo que sabe adueñarse con puntilloso conocimiento de la carga semántica de las palabras y por ello, es capaz de interpelarnos, con la sagacidad de su razonamiento y su irreverente tránsito por lo eludido y elidido por la sociedad (y aún por una parte importante de una literatura desideologizada). Todo ello nos permite enfrentarnos no solamente con un novelista sino con un pensador de talla que, en la mixtura de un lenguaje -por momento lindante con una poesía sucia – que remeda el lenguaje de los seres cotidianos y que, de repente, se carga de preguntas que sólo se enuncian cuando indagamos desde un rico capital simbólico tomado de preocupaciones filosóficas.

Benjamín Otamendi, policía exonerado de la fuerza y devenido en investigador privado de poca monta, es quien se encarga de denunciar este costado de profundo pensador que caracteriza a Oscar Aimar: “Estoy pensando demasiado. Me vendría bien un asistente, alguien con quien siquiera poder hablar un poco, para no pensar tanto. Hablar de cualquier cosa, escuchar a alguien, para que el otro me saque un poco a la realidad. Un pesquisa debe tener ideas prácticas, y yo estoy divagando como un filósofo”.

Cada intervención de Otamendi es una ocasión que Aimar utiliza doblemente: dar encanto a la trama del relato y salirse de ella para interpelarnos con reflexiones que poseen validez universal. De ese modo se suceden cuestiones que tienen que ver con el rescate de una forma devaluada del saber: la sabiduría de los dictados populares (“Dale al hombre una causa justa, o algo que se parezca, y se convierte en una fiera”), el sentido mismo de la realidad humana y su pequeñez cósmica (“Nadie, pero nadie en el mundo sabe donde estoy ahora”), la insensibilidad del cosmos respecto del pequeño lugar que ocupan los humanos en el mismo (“Porque no conozco, las cosas se me aparecen como al azar, y se hace evidente su desorden”), continuando con esa idea de contingencia (“Por eso nos gusta viajar, para salir de ese estado de previsibilidad. No para conocer, sino para desconocer”), rematando con doloroso realismo acerca de esta visión del azar presidiendo nuestro débil paso por la existencia, porque para Aimar, el planeta mismo es un accidente físico en la economía de las leyes que rigen al universo, leyes, que de tan secretas se parecen simplemente al azar, (“Y basta con verlo desde aquí, en un momento como este, para estar seguros de que ahí afuera no hay nadie, y de que este planeta nuestro surca la oscuridad, desde hace millones de años, en busca no de otra cosa que del cascote cósmico que lo destruya de una vez”), la apelación a los afectos como único reaseguro provisorio que poseemos para afrontar este tránsito por la vida  -temática que vertebra al relato al punto de resultar el colofón mismo del relato de Oscar Aimar- (“Manos -pensó Otamendi-, la humanidad seguirá generando manos, miles de millones de manos hasta la consumación de los siglos, y ninguna volverá a ser la mano de mi padre”). Final sobrecogedor que nos deja un instante sin poder respirar, porque revela, en lo más pueril, en lo menos sofisticado, en lo menos intelectual, el secreto último de las preocupaciones que nos obsesionan: la enormidad constituyente de los afectos.

Es maravillosa la descripción que hace Aimar de la pintura que encierra la respuesta que Otamendi-Aimar pensador e investigador privado, nos da acerca del sentido de la vida (y no de la resolución de la interesante trama que vertebra la novela). Y el desarrollo de la novela, tal cual me interpeló, es también una excedencia respecto del excelente manejo que hace Aimar de los acontecimientos delictivos que le proporcionan la negritud policial a la novela, porque se trata de un amplio recorrido por cuestiones de la realidad próxima, por cuestiones del país, por cuestiones que caracterizan a lo latinoamericano y finalmente, por lo ya resaltado, el espíritu de indagación antropológica que hace que la novela de Aimar puede ser entendida (y sentida) por ubicuos lectores.

Caracterizaciones idiosincrásicas de lo nacional-latinoamericano y auscultaciones en una historia que se cierra a la medida de las clases dominantes, reflexiones sobre el papel del gobierno y el estado, la tutela insensible del patriciado, el nefasto corporativismo encubridor de las fuerzas del orden, caracterizaciones estéticas discutibles y provocadoras (“El chico agradeció con un gesto; un feo labio leporino le torcía la sonrisa”), una mirada promiscua de la sexualidad y un erotismo decadente que se nutre de la realidad de los cuerpos corrientes (“El torso debía ser más tórax y espaldas que otra cosa, pero conseguía que los senos ajustados parecieran opulentos. El vaquero puesto a presión rescataba algo apenas de un pasado remoto”), el sórdido mundo de las whiskerías y el recurso genital a las prostitutas.

Todo hace que el enredo ontológico del hombre besugo refleje la agonía y el esplendor fugaz de lo humano. Aimar se revela una vez más como un hacedor de relatos apetecibles, apasionantes, sin condescendencia con las normas de la urbanidad cívica y moral. Un pensador que apela magistralmente a la narración para dar cuenta de una visión del mundo ¿pesimista?  No podría aseverarlo. Yo diría propia de un existencialismo realista.

Redunda el consejo. Vale la pena acercarse a este poderoso escritor y a esta notable obra.